jueves, 16 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

Grandeza y decadencia de la filosofía


Singular trabajo (*) que postula un enfoque aún más singular de esa larga y accidentada trayectoria de la filosofía. A partir de una verificación no exenta de humor de sus sucesivas muertes y resurrecciones Nuño va desmontando los soportes y fundamentos de las distintas expresiones filosóficas para poner de relieve su carácter “irracional” derivado de su común origen mítico. Distingue a continuación esos mitos fundadores con arreglo al tipo de sistema filosófico que sustentan dividiéndolos en los de salvación y narcisismo, de revelación y clarividencia, de la totalidad y el destino, de la frontera y el infierno y de ruptura y transfiguración para ocuparse en último término del mito del eterno retorno. En esta lúcida y muy documentada exposición el autor analiza los diversos papeles desempeñados por la filosofía y sus relaciones con las demás ciencias, desde su pretensión primigenia de erigirse en la ciencia por excelencia capaz de explicarlo todo y desde esa categoría a su evidente vocación por la fijación de límites y la represión (“La filosofía no es únicamente saber supremo por su objeto sino por su función vigilante: sólo el que conoce todas las relaciones del todo con las partes y de éstas entre sí podrá aspirar a hablar de todo y a todo ordenar. La escala del conocimiento se organizará, por consiguiente, a partir de la cesura marcada entre el poseedor de todo y los aparceros de la fragmentación parcial de ese todo: entre el filósofo “especialista de la generalidad” y los investigadores de saberes concretos y particulares”) pasando por su ulterior sometimiento a la teología y las matemáticas hasta desembocar en su parcelación y mera función auxiliar –ancilar- de otros ámbitos del conocimiento. En esta revisión sin concesiones asistida por una sana desenvoltura iconoclasta se iluminan las falencias y la soberbia de autores que conforman una extensa nómina que va desde los presocráticos (muy particularmente Parménides), Sócrates, Platón y Aristóteles hasta los grandes sistemas de Descartes, Spinoza, Bacon, Leibniz, Hegel, Kant, la fenomenología, los positivismos, Nietzsche, Marx, Heidegger, Ortega, Russell y otras escuelas y tratadistas modernos, sin olvidar, por cierto, en esta generosa asignación de limitaciones y abusos intelectuales al psicoanálisis. Al referirse al mito del eterno retorno advierte Nuño que “esa condición de apokatastasis o interminable reaparición con periódicas oscilaciones no es, sin embargo, exclusiva de la filosofía; o quizá lo sea, siempre que se acepte que una de las transfiguraciones contemporáneas de la antigua metafísica recibe el tranquilizador nombre de “economía política”, no menos pendiente de los ciclos y las fluctuaciones que lo estuviera, por ejemplo, la filosofía de la historia de un Toynbee o de un Spengler” y siempre dentro de ese marco se inscribe esta aguda reflexión sobre el tema mismo de la obra que implica una traslación significativa del ángulo de visión y comprensión: “En vez de un grande y gigantesco telón de fondo de ideas eternamente idéntico a sí mismo, lo que existe culturalmente hablando es el número finito de temas que son los que corresponden a los diferentes mitos filosóficos engendrados y desarrollados sucesivamente por la humana cultura”. La historia de la filosofía y la filosofía misma no son, en resumidas cuentas, sino la combinación e interrelación de esos temas míticos; noción sumamente atractiva y no menos polémica. Pero ¿no es acaso ésta la disciplina de la disputa y la controversia?





(*)- Juan A. Nuño- Los mitos filosóficos- Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1985.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

Burla burlando


Hay dos historias inmediatamente aparentes en este texto (*) que no es un cuento ni una novela breve ni siquiera, en rigor, un relato. Es, parcialmente, todo eso (lo narrado) y en conjunto, tomado en su totalidad, otra cosa. Pues bien, una de esas historias se refiere a las tribulaciones de un poeta empeñado en escribir el poema fundamental; la otra y paralela a su encuentro fortuito en una calle con una mujer. Hasta aquí nada demasiado original, por cierto. Pero simultáneamente subyacen otras dos concepciones que se van desarrollando estrechamente imbricadas con esas historias lineales anteriores (y ese mismo desenvolvimiento gradual y apenas perceptible revela ya por sí solo la notable precisión con que ha sido concebida y realizada esta obra): una de ellas es la exposición de un laborioso, tenaz, minucioso y muy lúcido proceso de introspección, un verdadero tratado de la indefinible interioridad; la otra una indagación y un examen acerca de la creación misma. Las primeras llevarán a la previsible comprobación del fracaso: ni el poema llegará a plasmarse ni la aventura callejera irá más allá de la ilusión de doble faz; su otra cara es la decepción. Y éste es todo el tributo que se paga a lo anecdótico. En cuanto a lo medular se rescatan los, a primera vista, poco trascendentes descubrimientos del autor respecto de sí y del mundo en torno –o esa realidad diferente que es la calle, donde en principio y por definición puede suceder todo y donde, en verdad y esencia, no pasa ni puede pasar absolutamente nada y que, a la postre, desemboca en tres versiones de un mismo sello: el cementerio, la cárcel y el manicomio. O lo que es igual, en otros términos: la calle y nuestra supuesta realidad son, justamente y exclusivamente esas tres posibilidades y sólo esas. También cabe acotar que aquí la calle –ahora desde el punto de vista físico- es un personaje de pleno derecho y primera importancia y la forma de verla y describirla de Gadenne recuerda irresistiblemente esa larga y peculiar tradición de la literatura de expresión inglesa para la cual la casa o el edificio –en una palabra, el espacio físico- es parte indisociable y las más de las veces protagonista de la historia (y recuérdese, sobre todo en este caso por su analogía En la plaza oscura de Hugh Walpole, en la que Picadilly Circus es el personaje central).

En lo que atañe a la otra vertiente señalada, la de la creación, sólo al concluir la lectura se cae en la cuenta de que el poema buscado es, en realidad, el libro en sí. Sería ceder a la comodidad decir que se trata de una prosa poética, aunque sin duda lo es y por ello aludíamos al principio a otra cosa. No tenemos, en verdad, ningún rótulo ni etiqueta válidos para definir la índole de esta obra. Tal vez la forma más adecuada de exégesis sería la glosa pura y simple, dado que, como en el famoso soneto de Lope de Vega, aquí también, burla burlando y a través de todas las vicisitudes, balbuceos y tropiezos se ha llevado a cabo la propuesta inicial apenas sugerida y que tampoco está exenta de esa suave ironía que encierra el hecho de escamotear la habilidad y mientras se va reconociendo y manifestando abiertamente la casi imposibilidad de la empresa se le va dando remate con una consumada maestría.


(*)- Paul Gadenne- La calle profunda- Ed. Per Abbat, Buenos Aires, 1986.

martes, 14 de diciembre de 2010

Lecturas singulares


El continente perdido



Las modificadas y no siempre armoniosas relaciones que se instauraron entre las antiguas potencias colonizadoras y los países africanos al lograr éstos la independencia se caracterizaron, en lo que atañe al orden cultural, por un reconocimiento algo tardío que se tradujo en más de una oportunidad por una sobreestimación- en el ámbito de habla francesa fue, particularmente, el caso del senegalés Léopold Sédar Senghor (al que puede añadirse el del martiniqués Aimé Césaire. Salvando el hecho de que Martinica aún pertenece a Francia su ejemplo resulta todavía más ilustrativo al respecto). De ahí que inevitablemente surja una cierta desconfianza ante todo panegírico de obras y autores africanos pasados por el tamiz de los valores occidentales.

En lo tocante a Wole Soyinka y a ésta, su primera novela (*) debe empero admitirse sin retaceos que, por esta vez, el reconocimiento (la atribución del Premio Nobel en 1986) fue sobradamente merecido. El lector que no esté al tanto de determinados antecedentes corre el riesgo de quedar en una interpretación meramente superficial y no llegar a captar el significado más hondo y verdaderamente importante de esta obra. En primer término es preciso comprender que la realidad post-colonial del África negra no es sólo ni con mucho esas imágenes estereotipadas que difunden una y otra vez los medios de comunicación y que van desde los enormes problemas socioeconómicos, hambrunas, la alarmante desertificación, etc., los conflictos hasta las siniestras formas caricaturales del despotismo y la barbarie que se han de imputar principalmente a las ex metrópolis que dejaron como regalo de despedida (esas despedidas singulares que consisten en marcharse por la puerta principal para volver a entrar por la puerta trasera) las élites formadas a su imagen y semejanza para asegurar el relevo: ya se trate de los franceses-Bokassa en África Central, los ingleses –Idi Amín en Uganda o de los españoles mismos en Guinea Ecuatorial y ese otro personaje de triste memoria que fue Macías Nguema. A ello hay que añadir el agravante de sistemas institucionales implantados sin la menor preocupación por la mentalidad, las tradiciones y la realidad misma locales y que, en consecuencia, no fueron y no son sino un remedo y una ficción. Sería, por supuesto, imposible bosquejar aquí los múltiples factores y circunstancias que han contribuido a conformar esa compleja y precaria entidad que son hoy los países africanos pero la advertencia anterior es totalmente pertinente: deben dejarse a un lado los prejuicios y nociones generales si se quiere entender cabalmente qué tratan de transmitirnos estos “intérpretes”: personajes que proceden del mundo cultural –un pintor, un escultor, un periodista, un profesor universitario. Sus relaciones son apenas un pretexto (aún cuando existe un tratamiento muy agudo de éstas que recuerda la novela “psicológica” y por la época –mediados de los 60- muy especialmente a John Updike) para poner de relieve las lacras de una sociedad cuya clase dirigente carece ya de identidad y está profundamente corrompida y cuyo pueblo se debate entre valores tradicionales que se desdibujan cada vez más y el acicate de un modelo consumista al que no puede llegar. Ésta es, a grandes rasgos, la tesis de la novela y su resolución, por fuerza, no es nada feliz. Pero en el fondo –y aunque Soyinka no lo plantee de manera específica- queda una pálida luz que en su mismo temblor está señalando una posibilidad mínima: la de que algún día cesen las interferencias y se deje a estos pueblos solos ante sus problemas y su destino y su propio modo de resolverlos y asumirse. Como lo sugería ya Conan Doyle en su célebre obra puede decirse, en conclusión, que los continentes perdidos lo están, realmente, una vez que se los ha descubierto.



-(*)- Wole Soyinka- Los intérpretes- Ed. Emecé, Buenos Aires, 1987.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Lecturas singulares


La total circunferencia




“Hacía falta para estudiar a Góngora que se dieran en un mismo sujeto la más minuciosa exactitud objetiva con la más delicada sensibilidad poética. Estas condiciones las reunía, como nadie, Alfonso Reyes”. Así define muy precisamente Dámaso Alonso (en sus Estudios y ensayos gongorinos) las características de este trabajo y de la personalidad misma de su autor a las que cabe añadir otra faceta sobresaliente: “Libre interpretación del texto de Góngora” reza el subtítulo de esta obra (*) y tal advertencia está indicando desde un comienzo y a las claras esa otra virtud de Reyes: su genuina modestia. Porque no es sino eso lo que subyace en el hecho de denominar así este compendio de vasta y honda erudición (y, una vez más en su caso, la auténtica, es decir aquella que no abruma sino que enseñando acucia y amplía el interés y la curiosidad) en el que la claridad expositiva apenas deja traslucir el rigor conceptual que la fundamenta y que se encauza en una prosa límpida, despejada, abundosa de hallazgos (resultado del conocimiento cabal de la lengua y de las lenguas) que la convierten en modelo de expresión contemporánea. La suma de estos factores conduce naturalmente a apreciar en su justa medida el valor y se diría que incluso la necesidad de su lectura. Tanto más cuanto que la intención declarada de Reyes estribaba en poner al alcance de todos esa poesía que ha sido sinónimo (que no acaban de deslindar todavía esta misma exégesis, la de Alonso y varios otros) de oscuridad y complejidad llevando a la par el reconocimiento de su riqueza y factura notables. Esa intención se ha alcanzado aquí y mediante la más añeja y simple técnica literaria: sustituyéndose el autor a Góngora como si éste mismo fuera glosando su propio texto. Así va examinando estrofa por estrofa, allana las referencias mitológicas, realza los artificios poéticos y literarios, ilumina los sentidos muchas veces intencionalmente diversos y anota e interpreta los efectos menos logrados y los defectos mismos desde –como es obvio- la concepción y antecedentes de la época. Se incluye asimismo un breve tratado sobre la célebre “estrofa reacia del Polifemo” que dio origen a múltiples controversias y que en realidad sólo ofrece interés para los especialistas pero que de todos modos ilustra y corrobora de manera concluyente la autoridad de Reyes en la materia y su capacidad crítica.

Con el tiempo la obra del escritor mejicano va adquiriendo cada vez más un valor ejemplar –se acrisola en una referencia obligada y particular de la cultura hispanoamericana- hasta tal punto que aquel conmovido homenaje de Borges (“Reyes, la minuciosa providencia/ Que administra lo pródigo y lo parco/ Nos dio a los unos el sector o el arco/ Pero a ti la total circunferencia”) que hubiera podido parecer en su momento excesivo se revela hoy, en su generosa y profética semblanza, apenas justiciero.









(*)- Alfonso Reyes- El Polifemo sin lágrimas (La fábula de Polifemo y Galatea)- Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

Lecturas singulares

Expresión poética diferente




En este estudio (*) sus autores concilian felizmente una visión de conjunto con un análisis alerta de los periodos y obras más descollantes de la literatura japonesa desde sus orígenes hasta nuestros días. En procura de una mayor claridad de exposición se ha seguido el criterio (como lo adelanta su título) de agrupación por épocas y en esos apartados se tratan autores y obras en el marco de un ajustado enfoque histórico que mucho contribuye para su más acabada apreciación. Entendiendo el hecho literario en su más vasto sentido se incluyen entre sus manifestaciones las diversas formas poéticas (desde el waka, poema de 31 sílabas que se desarrolló a partir del siglo IX y cuya brevedad: “Conduce a una estética de la alusión…escatimando todo exceso de sentido”- fórmula muy temprana que anticipa una concepción poética de la que se hará eco Mallarmé –hasta el haikai, de larga evolución y mal interpretado en Occidente puesto que el término no designa una forma sino un estilo que involucra asimismo (y desde el siglo XVII) según las palabras de Matsuo Munefusa o Basho: “Una concepción casi mística de la poesía y la voluntad de no abandonar el mundo vulgar”, postulado que resume de manera admirable la trayectoria misma de la poesía universal, compilaciones y antologías (como el Shinkokin-shu concluida en 1205), crónicas y testimonios (en particular el famoso Makura no soshi de la no menos famosa Sei Shonagon –siglo X)y los géneros teatrales: el no cuyo objetivo radica principalmente en: “Crear un mundo decantado, ejerciendo sobre el espectador una fascinación sabiamente destilada que Zeami en sus tratados denomina yugen: profundidad sombría; el joruri o textos que sustentan el teatro de marionetas y el kabuki: “Espectáculo de variedades, de música y de danzas entremezcladas con intermedios cómicos”.

Prosigue esta exhaustiva revisión a través de la Edad Media y la era de los Tokugawa hasta la más reciente época Meiji (1868-1912) en la que comienza el modernismo; abarca a continuación los periodos inmediatamente precedente y posterior a la guerra examinando la influencia que comienzan a ejercer la literatura europea (sobre todo Tolstoi y Zola), el anarquismo y el comunismo hasta llegar a la época contemporánea, pasando revista a autores (entre otros muchos) de la importancia de Shiga Naoya y Akutagawa Ryunosuko a los que siguen Ibuse Masuji, Dazai Osamu y los más conocidos entre nosotros Kawabata Yasunami (Premio Nobel 1968), Tanizaki Junichiro, Mishima Yukio, Abe Kobo y en la poesía Hagiwara Sakutaro sin olvidar desde luego a los numerosos cultores de la novela policial, histórica y de ciencia ficción.

Sólo cabe añadir en conclusión que el excelente y oportuno trabajo de Jacqueline Pigeot y Jean-Jacques Tschudin (al que se suma en la edición española –y hay que señalarlo- las bondades de una cuidada y muy correcta traducción) configura un aporte relevante para comprender y valorar cabalmente esta riquísima y singular expresión de la cultura universal que es la literatura japonesa.






(*)- Jacqueline Pigeot y Jean-Jacques Tschudin- El Japón y sus épocas literarias- Breviarios del Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

En busca de una memoria viva (*)




Al terminar de leer este libro se nos impuso la evocación de obras que, aparentemente, no tendrían una relación específica con él, ya que son algunas de las novelas históricas más célebres (entre otras Sinuhé, el egipcio, Yo Claudio, Quo Vadis?, Las memorias de Adriano, Por siempre Ambar, Los últimos días de Pompeya, la saga de Los reyes malditos, las inolvidables y harto desenvueltas de Dumas padre) y recordamos asimismo esos imponentes “frescos” del siglo pasado, Balzac, Dickens, Tolstoi y tantos más. En rigor esta asociación no era en modo alguno gratuita (si es que pueden existir asociaciones gratuitas) y la evocación fue inducida desde un principio por el título mismo sólo que esas voces que nos llegan del pasado, es decir, que hasta ahora nos llegaban, son justamente éstas nacidas de la pura imaginación y que no dejan de ser –aún en sus mejores exponentes- inexactos y pálidos reflejos. Con todo su motivación esencial radicaba –y radica- en la necesidad de reconstruir o proponer al menos una visión distinta de ese pasado. Contrariamente a la historia con su interpretación parcial, esquemática, centrada exclusivamente en los personajes y hechos relevantes y sobre todo siempre teñida por los dictados explícitos o implícitos de las ideologías dominantes las novelas históricas procuraron restituir una noción de la vida real, cotidiana y prestar una fugaz apariencia a la gente común, aquella que nunca se destacó en nada y que se suponía no dejaba huella alguna o, en el mejor de los casos, que esa huella era desdeñable. Ciertamente el enfoque adolecía de idénticas limitaciones ya que se basaba, por fuerza, en los textos escritos y la historia misma, pero dio una forma al intento y desde este punto de vista su mérito mayor consistió en señalar una ausencia o un vacío. En otro plano ya Unamuno abogaba por lo que él llamaba la “intrahistoria” que, con diferentes términos y una concepción más actualizada, constituye precisamente el tema de este tratado.

Philippe Joutard (especialista de larga, reconocida y fecunda trayectoria) ha llevado a cabo un estudio pormenorizado y sistemático de la historia oral, es decir la tradición (transmisión) del que deriva una detenida consideración respecto del lugar que corresponde a esta disciplina en el seno de sociedades que, como las occidentales, desde hace muchos siglos han conferido un valor predominante y prácticamente excluyente a lo escrito. Se plantea, pues, en primer término la necesidad de constituir plenamente y dar impulso a esta disciplina (algo que, por lo demás, vienen haciendo ya y desde hace unas décadas los norteamericanos, ingleses, alemanes e italianos entre otros) con objeto de que en el futuro pueda colmarse ese vacío al que aludíamos y el historiador, el sociólogo o el etnólogo tengan a su alcance un material fidedigno, no meramente sustitutivo (es decir no necesariamente el pretexto para una “contrahistoria”) sino complementario y susceptible, por ende, de enriquecer y completar la concepción histórica. Material originado básicamente en el recurso a la técnica de la encuesta oral y su grabación. Ahora bien, esta técnica (incipiente, a pesar de su vasta y unánime difusión) está lejos por ahora de garantizar las condiciones óptimas de objetividad, respeto y fidelidad en relación con la palabra del encuestado (a este respecto se analiza a fondo la dinámica “encuestador-encuestado” con todas sus connotaciones positivas y negativas) pero las mismas objeciones valen, desde luego, si se las traslada al texto escrito dado que ambos soportes se resumen inevitablemente en una “interpretación”. Joutard define muy bien esa carga axiológica al decir que: “A la jerarquía sociocultural le corresponde una jerarquía de las disciplinas que remite a su vez a una jerarquía de los documentos” y no es éste, ni con mucho, el único riesgo que entraña la encuesta oral ya que para constituir los archivos sonoros que son su secuencia lógica se han de tener en cuenta multitud de facetas conexas que abarcan desde la confección de la ficha hasta la transcripción, amén de otras de índole más difícilmente ponderable ya que “…el texto es también los silencios, las vacilaciones, las risas, que lo escrito (transcripción) no llega jamás a traducir completamente”. Estos son sólo algunos de los aspectos y problemas inherentes a esta “nueva” manera de percibir la historia pero por lo que llevamos dicho fácilmente comprenderá el lector las posibilidades y perspectivas que se perfilan a partir de la incorporación de pleno derecho de una materia y un acervo semejantes, de tanta dimensión y complejidad: “Nuestro objetivo –expresa Joutard- es entender el discurso que una comunidad enuncia sobre sí misma y sobre su pasado; ese discurso se expresa tanto por la literatura oral fijada como por relatos o muestras de conversaciones sobre la vida económica antigua, sobre los usos, las costumbres o sobre la historia local”. Para llegar a reunir las condiciones que hagan posible esa comprensión queda todavía mucho por hacer y esa tarea ingente es directamente proporcional a la deliberada y sostenida omisión que imperó hasta hace poco. Y valga, como corolario ilustrativo de ello, una anécdota que cita el autor y que extrae de unos relatos de historia y de viaje (Alta Saboya) de fines del siglo pasado (por el XIX). Al preguntársele a un campesino “si no había leyendas en el burgo” tras ardua reflexión éste responde escandalizado: “Ah, sí, había una, hace un tiempo, pero la policía la expulsó”. Más allá de su cómica ingenuidad la respuesta plasma con exactitud la noción quizá confusa pero no menos latente de esa inmensa mayoría a la que se le negó permanente y sistemáticamente la posibilidad de expresarse y que desde ahora y cada vez más puede tener su propia voz.



(*)-Philippe Joutard-Esas voces que nos llegan del pasado. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Lecturas singulares

La verdadera morada del judío errante



En este espléndido libro (*) con una esmerada y original presentación a la que se aúna una traducción impecable se recogen 22 cuentos de muy diverso temario cuya unidad está dada (y esto huelga decirlo) por la innegable y característica maestría de Singer. Cada relato es un ejemplo de cómo se debe contar y puede decirse de esta obra ese lugar común que sin embargo no se aplica demasiado a menudo: la sensación de pesar que se experimenta al terminar su lectura ya que se hubiera deseado proseguirla indefinidamente.

Es éste, sin duda, el primero, más espontáneo y mayor homenaje que puede tributársele. Detenerse en cada uno de estos cuentos sería por demás prolijo: en todos está presente esa profunda y particular percepción de la condición humana, ese don auténtico de observación y sagacidad pleno de comprensión, humor e indulgencia. Y ello tanto más habida cuenta de que el autor y sus personajes pertenecen a ese pueblo entrañable que ha pasado por todo y de todo ha resurgido y que encarna, por excelencia, una forma de la memoria común y remota de la humanidad. Esto es, en realidad, lo que nos restituye Singer, intensificado con su deliberado y más que acertado propósito de escribir originalmente en yiddish (y reescribir luego, supervisando la traducción al inglés). Es evidente, o debería serlo, que nadie puede ser ajeno a esta expresión –incluso aquellos individuos y comunidades que llevados de sofismas y distorsiones han practicado y continúan practicando el racismo y el odio- pero los hispanohablantes tenemos muy particularmente razones para una sensibilidad afín, por lo que significaron la presencia y el aporte judaicos en la cultura española, por lo que siguen aún hoy significando esas dispersas y reducidas colectividades que en el norte de Africa hablan todavía un español del Siglo de Oro. A este respecto recuérdese que, a diferencia de las demás lenguas romances (exceptuando, hasta cierto punto, el portugués) la nuestra lleva la marca indeleble del legado semita –sería ocioso insistir en esa otra vertiente de la influencia árabe- y desde esta perspectiva corresponde destacar esa filiación lingüística.

Uno de los cuentos que integran este volumen lleva el sugestivo título: “El bolsillo recuerda”. Muy sucintamente su trama es ésta: un hombre piadoso y observante, un jasid que ha sido enviado a la ciudad para encargarse de ciertas transacciones de su patrón se encuentra enredado de manera imprevista con una prostituta. Está a punto de caer en la tentación de la carne pero reacciona a último momento y huye. Ya de regreso y al rendir cuentas de su comisión se percata de que ha perdido una pequeña suma. Esto le traerá desasosiego porque es una falta a su probidad, sentido del honor y del orden hasta que finalmente y en un sueño descubre –o recuerda- la circunstancia y causa de esa pérdida relacionada con el episodio mencionado. La moraleja es inequívoca. La transgresión (en este caso el olvido de la ley si no de hecho, de intención) lleva aparejada su pena –la pérdida de unas cuantas piezas de oro. La enmienda o la reparación conllevan asimismo la retribución –el cese del tormento moral que esa pérdida provocaba. En otras palabras existe una realidad de orden superior, llámese providencia, divinidad o el mismo sistema natural a la que deben supeditarse los intereses y apetitos particulares. Ahora bien, es sabido que el verbo contar tiene también en español el sentido de adicionar, así como “cuento” es tanto un relato como una cantidad (aunque en este último caso la segunda acepción sea ya desusada).

Y esta relación no es, desde luego, gratuita: el hecho de contar, relatar lleva ciertamente el reflejo de la memoria colectiva, de la historia oral, de las narraciones que partiendo de un núcleo dado se fueron ampliando y ramificando, es decir, se fueron adicionando hasta alcanzar, con el tiempo, su forma definitiva y quedar fijadas por la expresión escrita. Esa característica de acumulación que se ha conservado en nuestra lengua tiene muy evidentemente una connotación económica –la de atesorar- que vendría a ser, en la especie, su sinónimo. Hablamos asimismo del “caudal” de la lengua (su riqueza y afluencia) pero el mismo término se aplica y preferentemente a una masa líquida según su importancia y líquido y liquidez han pasado a la jerga de la economía: su sentido original común está en el verbo fluir. Tomando un atajo y volviendo al punto de partida cabría formularlo así: contar-narrar-atesorar; retener lo que, por su naturaleza, fluye. El arte, toda forma artística es igualmente y ante todo una función económica, entendiendo aquí por economía no tanto la pretendida ciencia de ordenación del dinero, los valores y recursos y su interrelación sino en un sentido más primigenio: la administración rigurosa de las partes que componen un sistema, orientada al fin último y primordial de la perpetuación de dicho sistema. Esta particularidad que presenta nuestra lengua, lejos de ser un mero pretexto, es totalmente pertinente porque viene a poner de relieve el trasfondo de esa enaltecedora lección que nos propone Singer: el hecho más anodino y baladí en apariencia es digno de ser tenido en cuenta porque al fin y al cabo la vida –individual y colectiva- está hecha de esos menudos episodios y anécdotas que se transmiten de generación en generación y que conforman el verdadero sustrato de toda identidad. Esa transmisión es, por ende, nuestra herencia concreta y específica, comparada con la cual carece prácticamente de valor real la otra historia: una sarta de fábulas tejida en el cañamazo de una escenografía ideal.

Por lo tanto y sin exagerar en lo más mínimo puede decirse que la lectura de narradores natos como Singer no sólo nos permite asir y comprender mejor la esencia del devenir del hombre sino que –y esto es lo más importante- nos enseña a reconciliarnos con él.


(*)- Isaac Bashevis Singer -La imagen y otras historias- Ada Korn Editora, Buenos Aires, 1987.
Otras obras de Singer:
El penitente- Plaza y Janés Editores S.A., Barcelona, 1984.
Le manoir- Éditions Stock, Paris, 1968.
Satán en Goray- Ediciones G.P., Barcelona, 1979.
El mago de Lublin- Ediciones Orbis S.A, Madrid, 1984.
El esclavo- Círculo de Lectores S.A, Barcelona, 1979.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Del aedo al (in) finito enciclopedismo

Según una anécdota los amigos de Victor Hugo solían practicar una suerte de ritual que también era un juego: sometían al escritor (célebre por su erudición y su memoria prodigiosas) a un implacable interrogatorio del que salía invariablemente airoso. Llegado un punto se permitía incluso la bravata de retarlos a que continuaran "hojeándolo". El término no es inocente ni casual: equivalía a una inequívoca identificación con la Enciclopedia y retomaba así la milenaria tradición del "hombre libro": aquel que acopiaba en su memoria el acervo fabuloso, mítico, legendario e incluso histórico de la comunidad y lo transmitía a su vez en una cadena ininterrumpida. Esas primeras bibliotecas ambulantes encarnaron después, a lo largo de sus sucesivas transmigraciones, en fenómenos como Victor Hugo y otros semejantes. Con la diferencia, claro está, de que ahora se trataba de otra forma de archivo: el del alarde, el de la demostración práctica de hasta dónde podía llegar el cerebro (y desde luego -se podrá objetar lícitamente- bastante vana, máxime teniendo en cuenta la plena expansión y difusión popular del libro -el comienzo de su verdadera época de oro que duraría hasta las estribaciones del siglo XX- pero con todo y eso innegablemente fascinante).


En español existe un refrán que, como tantos otros, enuncia una verdad parcial y que presta a confusión; reza así: "el saber no ocupa lugar". Falacia demolida sin contemplaciones por ese equivalente hispano (en la erudición y la pasión combativa) de Victor Hugo, Miguel de Unamuno, que la refutaba afirmando que, muy por el contrario, el saber sí ocupa lugar y mucho. Le asistía, sin duda, toda la razón; en efecto el cerebro llega a un punto de saturación tal que comienza a borrar y "enterrar" capa tras capa la información considerada prescindible llegada cierta etapa (etapa cierta) de la existencia -qué preserva y qué desecha sigue siendo un misterio insondable y lo será probablemente por largo tiempo aún, pero resulta evidente que esa tarea de limpieza y selección termina por traducirse forzosamente en una limitación cada vez mayor. Por consiguiente Victor Hugo comenzará a fallar una y otra vez, el ritual y el juego acabarán esfumándose. Unamuno estaba pues en lo cierto pero como de costumbre es Borges quien viene a asestar la apostilla final que remacha esa certeza: "el saber es todo lo que se ha olvidado".



de mi libro: Nacer cada mañana. Ed. Babel, Córdoba, 2009.

martes, 24 de agosto de 2010

La mejor novela histórica


Dedicatoria


El mismo día que murió John F. Kennedy (22 de noviembre de 1963) murió un gran hombre. No, no el individuo producto típico de un sistema que al cabo lo eliminó así como a otros miembros de su mismo clan mafioso – aunque sea éste el que proponen –e imponen- como ejemplo la crónica y después la seudo historia- sino un verdadero gran hombre, uno de los pensadores y creadores más fecundos y originales de esta subcultura, que toda su vida estuvo y se mantuvo contra ese mismo sistema que el otro –el del así llamado magnicidio- representaba y que dejó una obra y un ejemplo -éste sí, ejemplo- auténticamente revolucionarios y subversivos en el estricto sentido de estos términos. El ejercicio de ficción que sigue está dedicado a ese hombre, Aldous Huxley, y ojalá pudiera servir como un recordatorio, incentivo a su vez –todo lo modesto que se quiera pero incentivo al fin- para que se volviera a leer o a releer esa obra y así conocer y reconocer a una de las personalidades más extraordinarias no sólo del pasado siglo sino de toda la trayectoria que merezca de algún modo el calificativo de espiritual en éste nuestro ámbito que, a falta de mejor término, debemos seguir llamando cultural.


“Nadie necesita ir a ninguna otra parte. Todos estamos ya allí, lo sepamos o no”. (1).


-I-



Un mensajero llega presuroso, agotado y pide ver a la reina. Isabel I lo recibe de inmediato y la temida noticia no puede ser más aciaga: la armada enviada por Felipe II ha desembarcado y las fuerzas inglesas han sido totalmente aniquiladas. El país está a merced de los invasores españoles. Y éste, por supuesto, es tan sólo el comienzo. Después de ocupar Londres las nuevas autoridades instruyen diligentes y sumarios procesos y tanto la reina como sus principales aliados y cortesanos son condenados a muerte, habiéndoselos hallado culpables de herejía y de haberse apropiado de los bienes de la iglesia católica. Así Isabel I corre idéntica suerte que su madre, Ana Bolena y que su parienta, María Estuardo, a quien ella misma mandara ejecutar. Tras la muerte de la reina y la restitución de los bienes a la iglesia y desde luego la abolición del rito anglicano con la vieja metodología ya practicada por María Tudor, la sanguinaria, (vale decir la exterminación pura y simple) Felipe II designa a un regente hasta el nombramiento de un virrey. Así, con la inmensa ventaja de la base inglesa asegurada la corona española lleva adelante una política de agresión sistemática a los demás países nórdicos y principados alemanes (con una Francia impotente) a los que finalmente somete y reintegra también al seno del catolicismo. El “problema protestante” como lo denominara Carlos V ha sido resuelto de una vez para siempre.

Ahora todo es posible. Franceses, ingleses, portugueses y holandeses son expulsados de sus colonias americanas –en unos pocos años todas las Américas son españolas. De manera simultánea se llevan campañas semejantes en Africa y Asia: los países europeos ahora sometidos terminan cediendo, de grado o por fuerza, todas sus posesiones a la corona española. El último golpe maestro es la anexión pura y simple de Francia como provincia del imperio; España rige el mundo y la Iglesia católica con ella.

-II-



Tras un prolongado periodo de sostenida consolidación mueren Felipe II y Felipe III. Felipe IV inaugura una era de transición –el colosal imperio comienza a mostrar indicios de descomposición; fallas, grietas, fisuras aparecen aquí y allá. Son (aparentemente) resueltas pero como (casi) siempre sucede en el decurso histórico el verdadero enemigo es el de adentro y aquél en quien menos se piensa y del que menos se cuida: en este caso el poco relevante reino de Nápoles.

También regido por virreyes y con una larga trayectoria de ocupación extranjera (la casa angevina, la de Aragón y en Sicilia los normandos hasta los Austrias) el virrey nombrado por Felipe IV –el príncipe Horacio de Palermo y Salina- se alza al poco tiempo en abierta rebelión contra el poder central y, hecho todavía más curioso, respaldado por la totalidad del pueblo. Si bien al principio causó estupor la asonada se consideró en Madrid poco más que una bufonada que rápidamente se haría volver al orden. El rey envió un importante ejército al mando de (para variar) un duque de la casa de Alba pero esa primera fuerza sufrió una aplastante y total derrota sirviendo sólo para dar más ánimos a los sublevados. Había comenzado formalmente la guerra civil en las Españas.

El escenario se complicó todavía más cuando el virrey napolitano se hizo coronar como Horacio I y avanzó sobre los Estados pontificios, que sometió sin problema. Consolidado en el centro y sur de Italia se lanzó luego a la conquista de los demás territorios: la Toscana, el ducado de Milán, la Serenísima República veneciana, Génova fueron sucesivamente incorporados al reino de Nápoles. Como es obvio cada tanto y entre campaña y campaña debía enfrentar también nuevos intentos de los españoles por revertir la situación pero todos y cada uno fracasaron y al cabo de un par de años toda Italia pertenecía a Horacio I. Para acabar de irritar o, mejor dicho, llevar al colmo la insolencia y el desafío el monarca triunfante depuso al Papa reinante, convocó acto seguido un concilio que no fue más que una mera formalidad (práctica usual en la historia de la iglesia) y elevó al trono de San Pedro a un oscuro sacerdote, Ismael de Roccamare, habiéndole hecho conferir previamente las dignidades arzobispal y cardenalicia. El nuevo Papa escogió el nombre de Francisco I. Con este par –el rey y el pontífice- se iniciaba una era de cambios fundamentales y verdaderamente revolucionarios.
Pero antes de proseguir dos palabras sobre estos protagonistas: tanto Horacio como Ismael tenían convicciones y opiniones muy determinadas sobre el estado del mundo y de la humanidad. El sacerdote había sido confesor y mentor del otrora joven y oscuro príncipe de Palermo y ejercido por consiguiente una influencia decisiva en su formación. Ambos se entendían perfectamente y tenían idéntico objetivo: uno desde el poder terrenal y el otro desde el espiritual cambiarían para siempre el destino del mundo.

-III-



Tanto el rey como el papa habían abrevado en el más puro humanismo renacentista. No eran sus arquetipos ni San Agustín ni Tomás de Aquino ni mucho menos Loyola o Domingo: sus modelos eran resueltamente y en primerísimo término Leonardo de Vinci, Giambattista Vico, Rafael, Miguel Angel, Leon Battista Alberti, Brunelleschi, Cellini, Donatello y desde luego Dante (como pionero en la tarea solapada de socavar la teocracia imperante y también como forjador de la lengua vulgar), Boccaccio, Chaucer, Shakespeare y por sobre todos Cervantes. Así, con el Quijote y Leonardo como guías espiritual y pragmática se abrió en toda Italia el camino a la ciencia, a la experimentación, a la evolución del pensamiento liberado del lastre teológico –se reivindicó y recuperó a Galileo, se estudió a Erasmo, a Pascal, a los pintores de las escuelas veneciana, toscana, napolitana, a los flamencos; se alentó la música como nunca antes, no sólo la litúrgica y sacra sino todas sus manifestaciones. Y se impulsó vigorosamente la difusión y el empleo de la lengua italiana como la más culta y cercana al latín de la antigua romanización. Todo ello sin descuidar evidentemente el aspecto bélico: mejores equipos para los soldados, mejor armamento, mayor disciplina. Pronto el ejército y la armada napolitanos eran superiores con mucho a los españoles. Cuando Horacio I traspasó las fronteras e invadió los territorios de lo que había sido el antiguo Sacro Imperio romano germánico tuvo lugar la batalla decisiva entre ambas potencias antaño fraternas; en Baviera el vacilante imperio español recibió su golpe de gracia y a partir de entonces sólo pudo ir replegándose y resignando paso a paso posiciones, plazas fuertes, ciudades y después provincias y países enteros. Había comenzado la era de la definitiva italianización del mundo.


-IV-


Y simultáneamente se libraba otra batalla no menos ruda en el Vaticano. Francisco I, haciendo honor a Francisco de Asís, del que era devoto y había tomado el nombre y ahora también el ejemplo decidió volver a la iglesia primitiva, la de los primeros tiempos, comunitaria e igualitaria, es decir, a la verdadera y como primera medida y en un acto “de reparación por tantos siglos de codicia, rapiña y saqueo tintos en sangre” según sus propios términos, resolvió donar todos los bienes eclesiásticos, dondequiera estuviesen, para servir a los necesitados, para fundar instituciones educativas independientes o, como en el caso del mismo Vaticano convertirse en museo y universidad libres. Huelga decir que semejante medida, anunciada además sin previa consulta a ningún cardenal o funcionario ni a ningún otro prelado (sabiendo Francisco cuán poco hubiera seguido en esta tierra si la daba a conocer primero a sus colaboradores) desató una auténtica tempestad en el seno de la iglesia pero esta vez los dados estaban ya echados, el papa no era sólo el papa sino que tenía a su lado un valedor formidable en la persona de Horacio I, que lo respaldaba públicamente (un poco la misma vieja historia, pero al revés, en cuanto a resultados e intenciones, de Felipe IV el Hermoso (Philippe le Bel) y Clemente V con el traslado del papado a Aviñón) y así, ante la furibunda impotencia del colegio cardenalicio y demás dignatarios todo el patrimonio de la iglesia volvió al pueblo, de donde en realidad había provenido. Y ya para asestar el golpe que coronaría esa otra fase de la política conjunta del monarca y el papa Francisco I disolvió, acto seguido, el mismo colegio cardenalicio, destituyó a todos los funcionarios de la curia y mediante bulas compelió a todas las iglesias obedientes a hacer otro tanto. Dijo en sustancia a sus seguidores “que vivieran en adelante según el ejemplo de Cristo y, si era posible, de Buda también. Que trabajaran para comer y que llevaran su enseñanza por el mundo, si querían, pero como los misioneros. La iglesia de la dominación, de la imposición y de la impostura quedaba aniquilada”- Y con total coherencia acabó abdicando él mismo de un trono ya inexistente en los hechos y regresó a sus antiguas funciones (ahora no mentor ni confesor sino consejero y par pero no valido) con el rey. Y así comenzó el gradual pero sostenido proceso de eliminación definitiva del catolicismo y poco después de todas las demás iglesias cristianas que fueron a su pesar arrastradas por el mismo movimiento. Europa y el resto del mundo en su órbita se italianizaban cada vez más pero ahora comenzaban a curarse de las religiones y demás supersticiones.



-V-



Como ya había sucedido repetidas veces durante algún tiempo convivieron las lenguas vernáculas (sueco, hindi, sajón, islandés, francés, ruso, swahili, chino, árabe, español, etc., etc.) con el italiano pero a la larga éste terminó imponiéndose aunque se tuvo cuidado (basándose, justamente, en toda la experiencia previa) de preservarlo de la corrupción local e impedir así el nacimiento de idiomas o dialectos derivados por fusión. Al cabo y siendo además el lenguaje de la enseñanza y la cultura terminó por extinguir a los demás y el mundo entero, desde los pueblos esquimales a las naciones más australes acabó hablando una sola lengua. Pero una lengua que ya no estaba contaminada por ideologías de supremacías étnicas o religiosas, una lengua verdaderamente universal que Dante mismo y el mismo Leonardo hubieran aprobado sin reservas.

Como es obvio todo este proceso fue relativamente lento y tanto más por cuanto se procedió con la persuasión y no con la imposición. De manera paralela Horacio I y su alter ego Francisco, ambos ya viejos, prepararon la sucesión política y ésta, como todo lo demás que venía de ellos, fue muy diferente a lo conocido. Primero cambiaron el nombre: el reino, después imperio de Nápoles se anuló y en su lugar se instauró la Comunidad Mundial de Cristiania. A continuación se abolió la costumbre del derecho hereditario (aunque Horacio I tenía varios hijos que hubieran podido sucederlo) y todas las provincias pasaron a ser regidas por asambleas de notables, entendiendo por notables a los miembros más destacados por sus cualidades y conocimientos. Cada asamblea de éstas envió a su vez un representante a la Asamblea Mayor de la Comunidad Mundial. La primera medida de esta flamante institución, alentada desde luego por el monarca, fue la radical supresión de la faz de la tierra de todas las formas de dinero y el regreso a las economías autárquicas y al trueque de bienes y servicios. Los bancos y las incipientes bolsas de valores fueron consecuentemente liquidados. Y como digno corolario el mismo Horacio I abdicó y se retiró, en compañía de su familia y su fiel Francisco, a la campaña y al cultivo de la tierra, cual nuevo Lucio Quinto Cincinato dejando un legado inédito y trascendental: la humanidad toda tenía una sola lengua, un solo credo: la cultura, los saberes y el desarrollo individual y un solo gobierno exento de otros poderes ni atribuciones que la más elemental normativa porque al no existir ya la propiedad privada ni impuestos ni salarios ni otras prebendas en los cargos públicos y resultar de todo punto imposible acumular más bienes que el vecino la misma policía (para no hablar ya de los militares, extinguidos hacía años) dejó de tener sentido. Y tanto así porque incluso –y sobre todo- en el ámbito doméstico el cambio también fue tan decisivo como profundamente revolucionario.


-VI-




Y en realidad no pudo ser más simple. Simple en la formulación, claro está y muy arduo en la realización. Porque el punto fundamental estribaba en lograr revertir la índole de la utopía, por definición imposible y que Horacio había señalado con toda exactitud: la utopía consiste en erradicar del rebaño humano a sus depredadores humanos –ahora bien, como el rebaño seguirá produciendo indefinidamente más corderos que lobos aunque desde luego producirá lobos el cambio tenía que apuntar por fuerza a aquello que sustenta al depredador. Si el rebaño no ofrece más nada que justifique su condición de víctima: si no se le pueden quitar ya ni bienes ni propiedad alguna, si la columna social se basa en la comunidad y no en la familia, si se adopta la poligamia para ambos géneros, si los hijos son criados y educados por instituciones comunitarias en las que sus mismos padres trabajan por rotación (escapando así al viejo círculo infernal de la célula familiar de posesión, opresión, celos, arbitrariedad, falsedad y violencia) está claro que el depredador se extingue por sí solo, habiendo cesado su razón de ser. Dicho de otro modo y aunque parezca –y sea- una contradicción flagrante: el lobo se ha de volver vegetariano o perecer. Obviamente muchos siguieron su ley y quedaron en el camino, otros regresaron al rebaño y se adaptaron. Pero a partir de entonces el hombre aceptó plenamente su destino, aceptó el curso integral de su existencia, la enfermedad, la vejez y la muerte y ya no buscó en los cielos, en chamanes o en la providencia el alivio a sus tribulaciones porque en gran parte (y ésta fue la verdadera revolución) encontró ahora ese alivio en su prójimo.

-VII-




Gracias al decidido fomento a la educación, a las artes y a las ciencias se lograron valiosos adelantos. Partiendo del postulado básico de un ser humano si no feliz al menos sí logrado en lo esencial se orientó el esfuerzo al desarrollo integral de la persona. Fuera ya de la aniquiladora burbuja familiar, como se dijo, el niño se criaba y educaba entre niños y el mundo adulto sólo estaba representado en la asistencia, la guía y el cuidado físico, mental y espiritual. Porque para aquellos que tomaron el relevo del legado horaciano sí existía el espíritu y había que dedicarle la misma atención que al cuerpo. Ergo, no se estimulaba la competencia sino la emulación y nadie era superior o inferior a nadie –simplemente se desterró por completo la comparación. La medida estaba dada por lo que cada uno podía dar de sí y su papel social y colectivo estaría determinado por el mismo criterio. A mentes prácticas trabajos prácticos, a mentes teóricas trabajos teóricos pero sin exclusión absurda: en medida razonable un o una artista en ciernes debía también realizar trabajos prácticos y cultivar su cuerpo y en la misma medida un obrero, un labriego o un ingeniero en ciernes debían tener nociones de arte, música y poesía. Sin alcanzar desde luego el estado ideal se aproximaron mucho y mucho más de lo que se hubiera podido esperar. Todo el sentido común y el genio inventivo se concentraron en allanar las asperezas de la vida cotidiana pero aquello que podía y debía efectuar el hombre deliberadamente no se modificó. Siguiendo el lejano pero siempre vigente modelo de un Leonardo, de un Copérnico, de un Kepler o un Tycho Brahe o del mismo Arquímedes para mencionar sólo éstos se avanzó en la navegación, en la aviación y en los transportes aprovechando al máximo la sola energía eólica. Se perfeccionaron los viejos molinos de viento y donde fue posible los recursos hidráulicos. Pero los progresos más notables se produjeron en el ámbito de la medicina. En efecto, para esta nueva concepción del hombre el organismo se entendía como un todo y como tal debía preservarse; por lo tanto el lema consistió en algo así como “curar la salud” y no sólo esperar a atender la enfermedad. De las antiguas tradiciones milenarias de todas las naciones se extrajeron enseñanzas inapreciables y el modelo natural que se adoptó para la farmacopea. De este modo, realizando un trabajo no reñido con su temperamento o inclinación, valorado, sin diferencias sociales, sano de cuerpo y espíritu, sin tabúes ni represiones sexuales aberrantes, con una alimentación y medicina naturales el ser humano prolongó su curso vital no sólo en años sino en plenitud. No luchó ya contra la naturaleza sino que se retiró a los lugares habitables y menos inhóspitos; habiendo aprendido al fin a amansar su propia índole abandonó definitivamente los hábitos carniceros y tomó sin violencia del entorno lo que éste ofrecía. Aprendió, estando mejor consigo mismo, a respetar cada vez más a todos los seres vivos y a convivir en armonía con ellos. Y, por sobre todo, aprendió lo más difícil: saber contentarse con una vida bien vivida y aceptar sin reservas la declinación y la muerte como partes complementarias y necesarias de la misma.

-VIII-




“No podemos salir de nuestra irracionalidad fundamental por medio del razonamiento. Lo único que podemos hacer es aprender el arte de ser irracional en forma racional”. (2).


Ésta hubiera sido la historia deseable. O una, entre distintas versiones que, sin embargo, no hubieran podido diferir demasiado. Todos los que leen historia y todos los que leen saben perfectamente que siempre ha triunfado el lado más oscuro y nefario del ser humano. La sola diferencia es que hoy quizá ya no quedan más opciones, como hasta un pasado no tan remoto se pudo creer que seguirían siendo posibles. El exceso en la depredación (a todos los niveles y en todos los ámbitos) hace que se vuelva muy difícil, aun para el optimismo más delirante, creer en algún cambio siquiera un poco menos sombrío. Como es evidente el escenario que se plantea en los apartados anteriores podría extenderse, desarrollar múltiples aspectos que aquí ni se mencionan y variar ad infinitum. Pero con lo expuesto basta y sobra habida cuenta de que todo lo que precede no es sino y simplemente una mera recopilación algo actualizada de la muy vasta y antigua tradición utópica. (Más adelante se procede a un breve repaso de algunos de sus antecedentes más notables y difundidos y se destacan las notas fundamentales comunes). Como se habrá observado el punto esencial en esta especulación consiste en torcer la historia en el preciso momento en que comienza el nefasto predominio anglosajón, responsable principal de la situación actual. Y la elección final del italiano obedece, naturalmente, a su oposición radical en cuanto a temperamento y concepción del mundo. Y ello por una razón clave: Italia civilizó por dos veces a Europa; primero Roma y la romanización de Occidente (con todos los reparos legítimos que se le puedan oponer) y después con el Renacimiento. No hubo país que haya ejercido una acción civilizadora más profunda y permanente. Y luego porque en el Renacimiento estaban dadas todas las condiciones para un cambio fundamental, condiciones malogradas en gran parte precisamente por el surgimiento de Inglaterra con su concepción exclusiva y groseramente mercantilista y materialista en la que vinieron a naufragar todas las otras ideas más generosas y elevadas. Se objetará y con cierta razón que entre los primeros banqueros (aparte de los Fugger de Carlos V y otros como los Vivaldi) estaban justamente los Médicis. Pero Cosme de Médicis (el Viejo) y su linaje, para no mencionar ya a Catalina (de Valois) o Lorenzo el Magnífico, pertenecían a otra casta harto distinta y fueron, como es bien sabido, mecenas que fomentaron en notable medida las artes y las ciencias. También es notoria desde luego la rapacidad de Génova y Venecia sin olvidar a la misma Roma. Pero resultan casi irrelevantes en comparación con la codicia y la rapiña inglesas (ni siquiera igualadas por los españoles con su coartada de cruzada católica). Cuando Huxley sitúa el origen de su Mundo feliz en el año de NF –Nuestro Ford- es muy consciente de esta realidad: sencillamente la traslada de Inglaterra a su heredera y sucesora natural: los Estados Unidos.






“Actualmente, gracias a la Ignorancia Superior que constituye nuestro conocimiento, la estatura del hombre ha crecido de tal modo que el menor de nosotros ya es un mandril, el mayor un orangután o hasta, si toma el rango de Salvador de la Sociedad, un verdadero Gorila”- (3).



Entre los antecedentes más notables a los que ya se ha aludido (y haciendo abstracción aquí, por su evidencia misma, de la fuente original, es decir La República, de Platón) destaca en primer lugar la Utopía de Tomás Moro. Fue escrita en latín y en 1551 se la tradujo al inglés. El Estado de Utopía está situado en una isla y su príncipe fundador y legislador es Utopus. Entre otras curiosidades los utopienses contratan para la guerra a los zapoletos, mercenarios de raza vil (el temperamento racista es notorio). Calificada atinadamente como un “ensayo de fantasía política” es la obra típica del renacimiento inglés y desde luego resulta inseparable de la figura histórica de su autor. También cabe mencionar La nueva Atlántida escrita por Francis Bacon hacia 1621. Igualmente situada en una isla llamada Bensalem y en la que existe una “Casa de Salomón” o Colegio de Estudios como rasgo predominante. Sus estudiantes son enviados al extranjero para informarse y formarse- a aquellos que van a investigar se los llama “comerciantes de luz” (una formulación prácticamente antitética pero característica de la ideología inglesa), otros son “cazadores”, otros “mineros”, etc. La República de Oceana de James Harrington escrita hacia 1656 es otra de estas curiosas incursiones. Dicha república recibió su constitución del legislador Olphaus Megaletor y es gobernada por un senado a imagen y semejanza del veneciano. La obra se divide en cuatro partes que tratan pormenorizadamente de todos los asuntos atinentes. El jefe del Estado es el Arconte y una nota central es el énfasis que se pone en lo relativo a la repartición de la tierra. Partidario decidido de Cromwell el autor fue encarcelado durante la Restauración. Y por último pero no de menor importancia corresponde reseñar La Ciudad del sol- obra de fray Tommaso Campanella –publicada en italiano en dos versiones en 1602 y 1611. Como corresponde la dicha Ciudad está situada en una isla llamada Trapobana (la moderna Sri Lanka). Su máxima autoridad es un sacerdote llamado Hoh secundado por un triunvirato. Entre sus notas más sobresalientes cabe destacar la comunidad de todos los bienes, la igualdad social, (el dinero no tiene curso en la isla), la navegación y el vuelo que están muy desarrollados en virtud de notables adelantos mecánicos y la longevidad de sus habitantes debida a su higiene de vida. Campanella no fue sólo un teórico sino que intentó llevar a la práctica estas ideas en su tierra de Calabria rebelándose contra el poder español pero desde luego fracasó en su empresa y fue encarcelado.
Huelga decir que esta somera enunciación apenas supone una rápida ojeada de conjunto a un tema –como ya se expresara- sumamente vasto y tratado en diversas épocas y en distintos modos. Pero sirve para hacer resaltar de inmediato un dato singular: a excepción de la de Campanella todas las demás son de autores ingleses, como si en los signos de los tiempos hubiera habido una suerte de premonición o conciencia soterrada de sí mismos como nación. Todas, igualmente, están situadas en una isla para marcar desde un comienzo su índole alejada, diferente o inaccesible. (De ahí el mismo intencionado título de Huxley: La isla, obra tanto o más importante que Un mundo feliz) (4). Todas tratan en mayor o menor medida y con más o menos virulencia de las indispensables reformas sociales y son, en consecuencia, críticas. La abolición del Estado en su forma moderna (siglo XVI en adelante) es una constante y también los modos de evitar la explotación del hombre por el hombre y en general hay coincidencia en el papel fundamental que le cabe a la educación en la prosecución de este objetivo. En su prefacio a la edición francesa de Un mundo feliz (5)Huxley observa la rápida evolución –sin precedentes- de ciertos factores y concluye que la oposición civilización-“estado natural” o salvaje planteada en dicha obra puede resolverse mucho antes de lo que él mismo había supuesto. El dilema sigue en pie: civilización igual confort (condiciones de vida superiores en cuanto a lo material y a lo material únicamente) “salvajismo” igual vida precaria, miserable incluso pero conservando las características “humanas”. Sí, el dilema sigue en pie pero no así la posibilidad de elección. Huxley todavía podía creer; el juego que hace con los nombres es un indicio muy revelador: Lenina, Bernard Marx, Benito Hoover (obviamente por Mussolini y Edgar Hoover, el jefe de la CIA), Henry (por Ford), etc. En claro: lo peor estaba de un lado, lo menos malo del otro. Pero hoy la “fordización” es universal y total.
Mono y esencia es lo opuesto a Un mundo feliz y La isla: aquí la civilización ha sido aniquilada por la Tercera Guerra mundial –“Aquello”- y los sobrevivientes han retrogradado a una especie de comunidad tribal y salvaje pero conservando y subvirtiendo instituciones (“Iglesia y Estado/Codicia y Odio:/Dos Personas Mandriles en un Supremo Gorila”-(6).-
El nuevo dios es Belial aunque en realidad se trata del mismo sistema de creencias, invirtiendo los papeles, como queda dicho. Y ya como conclusión nada mejor que el siguiente párrafo que condensa y releva el pensamiento de Huxley y sirve como representación fidedigna de una obra singular que, reiteramos, conviene frecuentar y/o comenzar a conocer: “Amor, Gozo y Paz: he aquí los frutos del espíritu que es vuestra esencia y la esencia del mundo. Pero los frutos de la simiesca mente, los frutos de la presunción y rebelión del mono son odio, desasosiego incesante y una angustia crónica templada sólo por frenesíes más horribles que ella”. (7).




(1)- Aldous Huxley- La isla.- Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977. pág. 47.
(2)- A. Huxley-ibid.-pág. 227.
(3)- A. Huxley- Mono y esencia- Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1951- pág. 40.
(4)- La misma intención tiene y no está de más recordarlo el utópico gobierno de Sancho en la ínsula Barataria.
(5)- Aldous Huxley- Le meilleur des mondes- Ed. Plon, Paris, 1974.
(6)- A. Huxley- Mono y esencia- pág. 49.
(7)- ibid. pág. 190.
















































































lunes, 12 de julio de 2010

H.A.Murena o la versión contemporánea del eterno retorno


Entre las lecturas –o libros- inexplicablemente dejados “en suspenso” durante tantos años (aunque se intenta un conato de explicación en El tiempo de los libros) están los de H.A. Murena, escritor y pensador notable además de poeta igualmente notable. Pero aquí, quiero decir en su caso, no soy por cierto el único que ha incurrido en pecado de lesa dilación; no sé por qué, si no es ya por esas arbitrarias modas de la literatura, este autor ha sido no diría olvidado pero sí en términos generales postergado y relegado. Cuando estaba en su mejor momento, cuando El pecado original de América era un texto difundido, debatido y lo que hoy se llamaría un best seller (entonces también, sólo que ése no era todavía el principal parámetro de valoración) me resistí a leerlo justamente por eso: por estar de moda y por estar yo en contra, por principio, de todo diktat cultural (por lo cual siempre he ignorado sistemáticamente los best-sellers, por supuesto sin perjuicio de leerlos mucho después habiendo dado lugar a la prueba del tiempo –así se trate de un periodo relativamente modesto- para apreciar entonces cómo una vez extraídos del ruido y del furor ganan o pierden sustancialmente). Hecha esta salvedad liminar procuraré comunicar simplemente mis impresiones sobre la obra de Murena y las primeras se refieren a esa novela excepcional en más de un concepto titulada La fatalidad de los cuerpos.


“También allí, en ese último refugio que era su carne, se había infiltrado la irrealidad". (1)



Y que es nada más ni nada menos que el intento de una formulación de la ausencia de la vida, es decir, de esa vida que se cree vivir mientras se está esperando siempre otra cosa (y esa otra cosa es siempre y obviamente la no-vida o la muerte pero no es la que creemos así como nuestra vida no es tampoco la que creemos vivir). Desde este ángulo no es posible sustraerse a la evocación del Thomas Mann de La montaña mágica; en efecto, hay una similitud notoria de “climas” y en ambas obras los personajes son secundarios, casi podría decirse que meros soportes o pretextos para una elaboración muy personal y agónica de una intelección (el término es, desde luego, excesivo: más bien un enfoque aproximativo) del devenir existencial, que al cabo lo es todo menos devenir y existencial porque la única certidumbre a la que se llega en ambas obras (acaso la única a la que puede llegarse, comprendida la historia íntegra de la elucubración metafísica y de sus variantes o, lo que es lo mismo, de sus fracasos) es que, justamente, no existe la menor certeza sobre nada que no sea en definitiva la disolución y la trampa; la trampa en que se cae una y otra vez al pretender o suponer que se entiende lo que nos va sucediendo: es decir ese supuesto “devenir” según una concepción prefabricada que se revela a la postre, como era dable esperar, totalmente falsa y, peor aún, totalmente inútil. Pero el talento de Murena para ir creando ese clima, clima banal e insignificante en que está inmersa toda vida pero que perversa e irónicamente para esa vida lo es todo, es en verdad innegable.



“Así era: no por vejez, no por enfermedad, no por mera deducción lógica del curso mortal de la naturaleza, sino por una inexplicable irrupción, indicando al fin que la salud no había querido decir vida ni la enfermedad muerte, que el supuesto pecado no había sido agravante ni la supuesta virtud atenuante.” (2).



Esta novela notable abunda en aciertos y reflexiones profundas. En particular: cómo la vida y la muerte parecen ponerse de acuerdo en el cerco que se va estrechando en torno a Alejandro, cómo éste intenta huir, cómo finalmente muere pero de la forma más inesperada (por un tonto traspié al bajar del subte) cuando ya se aprontaba a inaugurar otra etapa en su existencia. Como si todo el juego previo sólo hubiera sido concebido y elaborado para desorientarlo (o el sinsentido fundamental de todo). Y en ese escenario del absurdo sobresale la escena más lograda y que acaba de conferir su “sentido” esencial a la obra, aquélla en que Max, el perrito abandonado, va corriendo detrás del tranvía, ladrando hasta el agotamiento. O la representación patética de la vida fiel que uno mismo aparta de sí en un acto tan egoísta como inconsciente y sobre todo irreparable. Y del que, huelga decirlo, muy pronto se paga con usura el precio.

Siendo ésta la novela de un poeta y ensayista no podía estar ausente una meditación detenida sobre el destino (ya se dijo que la obra entera es un interrogante a ese respecto) pero también de índole sociológica, histórica y política, vgr.: “Se reían. Porque la astucia abre un abismo de falsedad en el mundo, y ese abismo, al cabo de días o de años, lejos o cerca de quienes lo han abierto, tiene que ser llenado con sangre humana” (3) y todavía de manera más enfática en el siguiente periodo que contiene una muy ajustada y ya distanciada visión de las estructuras de poder que el hombre, desde siempre, no ha cesado de crear para su propia pérdida y condena, visión muy propia del autor de El pecado original de América pero más aún del que hacia el final de su vida escribe ese irreverente y subversivo testamento: Folisofía: “Pero uno sigue estando protegido, por supuesto, las leyes siguen siendo escritas en los papeles. Y de un día para otro las monedas bajan, suben, los productos escasean, abundan. Todo para proteger el juego de la sistematización destinado a proteger a todos. Claro que primero está el juego para proteger y sólo después los protegidos. En realidad ¿qué importan los protegidos? Lo interesante es que marche bien el sistema que los protege” (4). En cuanto al ensayo –ya se volverá luego a la narrativa con el último título mencionado- es una indagación tan original como el pecado al que se alude; acaso el reparo mayor que se le pueda hacer se relacione con esa suerte de resolución desde una perspectiva más que religiosa ya casi mística, una teología personal basada en el eje Cristo-Dios (y curiosamente mecanicista y para nada teleológica) y que hace muy difícil seguir (seguir por adherir) a Murena por tal camino; de todos modos es incuestionable que sus referencias y meditaciones son más que valiosas ya insoslayables para una mejor comprensión del ser y la trayectoria comunes americanos, aun cuando prácticamente se centran –y ésta es una de las objeciones que se le hicieron- en el caso argentino. A partir de Poe como figura arquetípica de lo no europeo, del descastado por excelencia se va construyendo una interpretación de la creación literaria y cultural y luego histórica en tanto que empresa acometida desde el exilio, esto es, desde la colonización cultural europea pero sin el reconocimiento de ese origen, vale decir europeos trasplantados que ya no son europeos pero tampoco son naturales de sus nuevos territorios y en resumidas cuentas su desarraigo es total; Poe sería entonces el primero que percibe y expresa abiertamente esa orfandad y que escribe su obra a partir de esa constatación (5). Así el pecado original de América sería como una segunda versión del pecado original bíblico, duplicado en América por la inexistencia de una tradición civilizadora, más aún, cultural y equivalente en la ocurrencia y como ya se dijo a la tradición religiosa.


“Como esperanza que se ha decidido que sea, América está mantenida en espera al borde de la vida. Lo terrible es que esta espera se realiza, que esta falta de vida vive” (6).


Es evidente que el autor al hacer su diagnóstico –por lo demás acertado y que conforme va pasando el tiempo se puede seguir suscribiendo sin reservas- necesita a toda costa oponer algo al materialismo grosero y excluyente que denuncia y ve la salvación en esos valores religiosos que acabamos de señalar pero si es innegable que estas sociedades (con alguna excepción: Estados Unidos pero llevaría demasiado analizarla en este marco; baste apuntar por ahora la singular condición del puritanismo y la condición todavía más singular de la sociedad anglosajona que hace del comercio y el dinero un auténtico credo en modo alguno paralelo sino inserto en el dogma oficial y como principal artículo de fe: representación gráfica y sin duda parcial pero reveladora el lema en el billete del dólar In God we trust) ya nacieron vaciadas de contenidos axiológicos también es cierto que la salida eventual deberá depender de otras variables, amén de ésta propugnada aquí y tantas otras de breve existencia y resultados aún más magros (ni las europeizantes ni las revolucionarias de diversa ideología y metodología ni mucho menos las que reivindican legados precolombinos sumiéndose en un anacronismo quietista por mencionar sólo algunas) variables que en vida de Murena no se vislumbraban ni tampoco hoy por cierto pero que habrán de depender obvia y necesariamente no sólo de las condiciones y el talento sino de las circunstancias tanto externas como internas y de los avatares y cambios temporales; en una palabra, habiendo fracasado hasta ahora todas las posibilidades y experiencias –incluso la religiosa- la vía de la recuperación sigue todavía tan cerrada como ignota. El periodo que se cita a continuación ilustra lo que se ha venido diciendo y es una exposición meridiana del pensamiento de Murena: “Esta idea es producto directo del cansancio histórico del alma occidental y sus consecuencias están a la vista. América es el campo del mundo en el que se puede vivir sin espíritu, en el que el espíritu es una demencia, en el que se ha convenido que todo el esfuerzo humano debe limitarse a lo económico o sea al mínimo necesario para la subsistencia. De este mínimo –como tenía que ser- se ha hecho el máximo y el cuadro de valores que rige la existencia de las sociedades americanas es en su totalidad, aunque se pretende encubrirlo, de índole económica. América es un mundo en el que se está realizando la infernal experiencia de vivir el desatinado sueño de un continente fatigado, harto de la vida” (7).

Se examinan a continuación las obras de Hawthorne y Melville y después las de Horacio Quiroga, Martínez Estrada, Roberto Arlt, Florencio Sánchez, Borges, Marechal y Mallea, entre otros y desde luego también las de algunos norteamericanos contemporáneos tras pasar revista a los exiliados europeos como Rimbaud. En resumen y como ya se anticipó este ensayo tiene hoy tanta vigencia como en su momento y conviene tenerlo muy en cuenta, sea cual sea la visión de la que se parta, por su aporte considerable en los enfoques, las ideas y la investigación. Resulta curioso cotejar la cita con la que se cierra este apartado con las anteriores porque aquí Murena cede (o tal vez más simplemente permite que se exprese) a una verificación no tanto desesperanzada cuanto realista, realista desde una dimensión histórica y como tal absolutamente incontrastable y que bien mirado y después de todo no está muy lejos de la noción arcaica del mito del eterno retorno (la repetición infinita y la inanidad infinita de los ciclos): “Cada visión del acaecer tiene así su relativa validez, sirve para regir a los hombres durante cierto tiempo, pero al fin se revela como inexacta y debe ser sustituida por otra: por esa ignorancia del sentido último de sus propios actos se ven los hombres condenados a destruir y rehacer constantemente la crónica de la humanidad, condenados a la íntima persuasión de que también la última es errónea y tendrá que ser reemplazada” (8).


. Nadine Gordimer decía que había que escribir como si uno ya hubiera muerto y pocos habrán llevado a la práctica y al pie de la letra semejante fórmula como Murena en Folisofía, título que deriva del francés folie: locura, término que también existe en otras lenguas como el inglés y el italiano y la intención es obvia con el añadido de sofía: sabiduría o sea una perfecta contradicción que remeda desde la irrisión a la filosofía. A partir pues del título mismo se instaura un clima de mofa, más, de escarnio e irreverencia proclamando a voces que la obra es subversiva pero subversiva de una manera demoledora; nada se salva ni se deja en pie empezando por el lenguaje mismo que se descompone y corrompe (en un proceso acelerado e intencional que es réplica del otro decantado por el tiempo social e histórico) hasta las instituciones bases de la sociedad y por supuesto el mismo ser humano despojado de toda complacencia e idealismo y expuesto en toda su grotesca y detestable naturaleza. Sí, es la obra implacable y corrosiva de alguien que está muriendo pero que escribe como si ya hubiera muerto. La impresión dominante es que se ha cumplido un ciclo (para retomar la noción anterior) con todo lo que eso entraña de irrevocable y en consecuencia de aquel Murena otrora razonable e idealista no ha quedado nada; ha sido reemplazado por, justamente, uno de esos exiliados mencionados supra pero en versión extremada: no extrañado de la cultura ni de ninguna otra frontera humana sino de la vida misma. Ciertamente todavía le queda el humor pero este humor no es aquel que rescata sino el que está cargado de vitriolo, es un humor revulsivo cuya sola función consiste en contribuir a la ahora obsesiva empresa iconoclasta. Y se sirve para ello de un recurso eficaz: nada menos que la recuperación de la picaresca española en su vertiente más cruda pero que es la que subyace en y que conforma efectivamente el sustrato del lenguaje. Consciente de ello Murena no sólo la exhuma sino que la reinventa. El resultado, como es fácil prever, primero es desconcertante y después francamente perturbador; a guisa de ejemplo: “Como con ternesa y sonrisilla y carisia y arrullo, mas inesorables, parloteando y tirando y golpeteando y retorsiendo, iban las mojieres dejando a los hommes en el adentro vacíos y luego, igualitos a los que fueran ¡marchaban por el mundo embalasamados y peremidos!” (9). El legado del dialecto de Picardía se explana en algún momento pero esa precisión se escamotea en el juego (mester de joglaría) reiterado y potenciado de la befa y el humor, como otra vuelta de tuerca: “¿Sabéis en cuánto tiempo se emparejó con ese idioma hispánico para ella desconocido? En dos semanas: al mes sonaba como refranero vivo. Al año, disionario de utoridades” (10). En la misma página sigue la desopilante descripción de la madre que recuerda desde luego a la que hace Cervantes de Maritornes, sólo que aquí se cargan mucho más las tintas y donde en Cervantes hay una mirada compasiva y simpática detrás de la risa en Murena la intención es feroz, despiadada y, hay que reconocerlo, no menos efectista. Esa mescolanza idiomática, esa especie de cocoliche que imita el argot (hay también trazos del lunfardo) es sin duda un instrumento idóneo aunque al final concluye por perder de vista su objetivo en la reiteración un tanto abrumadora y por fuerza debilitada en su invención y eficacia. Y en otro orden no puede pasarse por alto el auténtico leit-motiv y como tal recurrente: la obsesión por el otro en uno, es decir, el doble. La proyección no formulada pero que permanece en cada uno desde el principio hasta el fin como compañía no deseada y que como tal alimenta una vida solapada y en sordina cuyo poder y alcances jamás se llegarán a conocer a ciencia cierta; Murena expone esta condición de un modo tan gráfico y eficaz como ejemplar y en este aspecto no hace sino seguir una tradición añeja pero desde un sesgo y con un toque personal y valiéndose de un hallazgo más que feliz, a saber: contar simplemente la intrusión del doble y la urgencia de evadirlo exactamente como un cuento, esto es, narrarlo desde una situación física y palpable: “Estonce, en llegando la jornada que yo me sabiba e él inoraba por compeleto, aspeté a que los síntomas por junto indicásenme que el intruso esestente hallárase destraído e más bien llevado a calquequier otra parte. Y en el menuto esato en que ello acómplese sálgame yo coal rayo partido con ventaja en la toromenta e córrome e córrome a me esconder en un cuartucho escuro donde me encerro” (11). Evidentemente el “cuartucho escuro” representa la sede supuesta de la personalidad o la plataforma desde la que se va erigiendo el que creemos el yo: guarida tan ilusoria como lo que pretende esconder o proteger –el otro siempre termina por hallar a ese yo oculto y el drama repetido una y mil veces consiste en que nunca se sabe ni se puede llegar a saber cuál de ambos es el intruso y cuál el ocupante legítimo. Y para decirlo todo ni siquiera se puede estar seguro de que ambos no sean un fraude tan ilusorio como ficticio. En este dilema, el mayor y más agónico y tanto más para aquel que enfrenta el cierre de paréntesis que es el morir todo recurso vale, es legítimo (ya se sabe, en la guerra como en el amor…y sus reflejos especulares en la vida y la muerte) y se echa mano entonces de lo sicalíptico (la sombra de Sade) y lo escatológico en sus dos acepciones, lo que está más allá de lo humano (el mundo de ultratumba) y lo que está más acá (lo excrementicio o sea lo humano por excelencia): “Clar que érase que bajo la másquera yo disparecía. E disparcido liberábame de la esestensia vile et aleve que tortorábame e con la que recordáis forxado conciliéme. Y en más, oh miráculo soave, líbire que era de la esestensia, contrábame de vuelta con el antigo sere anterior de mí mesmo. Ansí desesestido pero siente, contempelábame en el especo et con vere la mi aria folminante sentíuame inorme, osoluto, un Deus” (12). Sí, despojado del yo y devuelto al yo subyacente y mísero afligido de sí mismo sólo se puede optar por la última pirueta: confundirse (elegir confundirse, como el acróbata elige el salto mortal sin red consciente de la temeridad absurda de su bravata y sin embargo preso de su lógica demente) con dios, un dios risible, patético, que debe asumir ya mismo, apenas enunciado, su disolución. Murena ha hecho su último esfuerzo, lúcido y señero (en sus dos sentidos: solitario y excepcional) y con Folisofía se despide dejándonos un mensaje equívoco (el único posible, por lo demás) que nos dice nada y nos dice todo: la mueca de un payaso conmovedor que se cree dios; la mueca de un dios que desde su imposible trascendencia se ve condenado a fundirse y confundirse con la máscara tragicómica que remeda el rostro humano.





(1)- H.A. Murena- La fatalidad de los cuerpos- Monte Avila Editores, Caracas, 1975. pág. 56.
(2)- H.A. Murena- La fatalidad…pág. 285.
(3)- H.A. Murena- La fatalidad…pág. 144.
(4)- H.A. Murena- La fatalidad…pág. 203.
(5)- “Porque con Poe se anuncia por primera vez en Europa una voluntad real de aniquilamiento en nombre de la salvación del alma”. El pecado original de América, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965, pág.26.
(6)- H.A. Murena- El pecado…pág.49.
(7)- H.A. Murena- El pecado... pág. 47.
(8)- H.A Murena- El pecado… pág. 162.
(9)- H.A. Murena –Folisofía- Monte Avila Editores, Caracas, 1976 –pág. 18.
(10)- H.A. Murena –Folisofía, pág. 9.
(11)- H.A. Murena –Folisofía, pág. 31.
(12)- H.A. Murena- Folisofía, pág. 85.













domingo, 13 de junio de 2010

De pelotas y naufragios


En la película Náufrago (2.000) el actor Tom Hanks (extraordinario, como casi siempre) queda varado en una isla desierta. Con mucho ingenio y harta penuria logra sobrevivir y entre las cosas que ha podido rescatar del mar se encuentra una pelota, una pelota de fútbol u otro deporte -no lo recuerdo y es irrelevante- pero más o menos de esas dimensiones. En un momento dado pinta o tiñe parte de esa pelota blanca con su propia sangre (no, no es un abstruso rito iniciático sino una simple herida accidental) y dibuja en ella un rostro o apenas el esbozo grosero de un rostro. La (o lo) bautiza Wilson y hace de él su interlocutor: la analogía es evidente, otro Viernes pero no humano, mudo y estático. Pasan cuatro años y durante el transcurso de ese periodo se nos va mostrando por distintos medios la transferencia progresiva: por ejemplo en un acceso de cólera –imaginando un desacuerdo- el náufrago arroja la pelota fuera de la cueva y un momento después sale desesperado a buscarla, en plena noche, gritando “Wilson, Wilson” y pidiéndole perdón. Prosigue la historia con sus distintas peripecias hasta que logra construir una balsa rudimentaria y sortear el escollo de los rompientes en los arrecifes abandonando la isla y quedando a la deriva en alta mar. Y así pasan los días hasta una ocasión en que, exhausto de remar y de semejante travesía, queda profundamente dormido. Y Wilson se desprende del soporte donde estaba precariamente sujeto y se va flotando, llevado por las aguas. Cuando despierta el náufrago nota de inmediato la ausencia y lo descubre, muy lejos, por encima de las olas. Sin dudarlo un instante se lanza al mar, da unas brazadas, recapacita, vuelve a la balsa a buscar una cuerda que le permita seguir unido a ella y nada desesperado tras el inalcanzable Wilson al que no puede recuperar porque la cuerda no es lo bastante larga y sollozando, sumido en la desesperación le grita también ahora que lo perdone, que lo siente, que no puede más. Vuelve a bordo y se tiende sacudido por el llanto y el dolor. Después –no se sabe cuánto después- un buque lo rescatará y la película sigue con otro derrotero que aquí ya no hace al caso porque lo que realmente importaba era volver a subrayar lo que ya está destacado en el filme y que es su verdadero núcleo: la necesidad absoluta de comunicación del ser humano y, por ende, de compañía. Ciertamente se podría plantear el interrogante siguiente a modo de ejercicio especulativo: si no hubiera habido la pelota ¿habría establecido esa relación con una roca o una rama o un cangrejo? Y la respuesta es no y es no por la simple y obvia razón de que la pelota es una creación humana, viene de lo humano y por eso puede (llegar a) ser el soporte del vínculo o elemento mediador del ser a sí mismo, un soliloquio reenviado que se decide interpretar como diálogo (*). Porque lo que aquí subyace, no explícito, es el terror cerval a perder el habla que, con la estación vertical, es lo que diferencia al ser humano y esa pérdida significaría lisa y llanamente la regresión a un estado ya inconcebible para la especie pero sin duda todavía oscuramente vigente en su memoria genética y ancestral. Así pues Wilson se convierte en el pretexto para hablar, para seguir recordando y practicando el lenguaje. Pero también en la ilusión de una compañía merced a la misma mecánica que ha llevado al hombre a crear a los dioses, en su desamparo y solo y desvalido como estaba ante el cosmos, ajeno y hostil. Por lo tanto el náufrago está a un paso, apenas a un paso de un retorno al animismo (la adoración de los elementos naturales entendidos como pares protectores en la travesía común) sólo que no acaba de franquearlo por dos motivos: carece de la inmediatez psíquica y física (espiritual también desde luego) que le permitiría establecer semejante contacto con la naturaleza habituado (programado) como está culturalmente a la idea excluyente de someterla y hacerla servir a sus fines y segundo, el ya apuntado, porque cuenta con un objeto que pertenece a su ámbito cultural, que le es, éste sí, inmediatamente familiar y casi podría decirse consubstancial y por ende tanto más apto para fundar una “comunicación” susceptible de no ser percibida como, justamente, lo que es: un monólogo lindando en el delirio y dictado por la adicción enfermiza al otro y su evidente consecuencia directa: el rechazo absoluto a la soledad. En efecto, nuestra sociedad y particularmente nuestra época nos han enajenado la soledad, nos han hecho dependientes totales del otro o, más bien (y esto es lo verdaderamente perverso) de la ilusión del otro. Por eso Wilson puede asumir un papel para el que a todas luces y huelga decirlo no ha sido concebido. Y esa atribución falaz no es en modo alguno privativa de la tesis de la película, más bien se la podría considerar como una derivación parcial de otra infinitamente más falsa y nefasta: el lugar que la pelota asume como tótem (sí, ya en calidad de agente) en un mundo no sólo desacralizado sino lo que es mucho más siniestro desespiritualizado, vaciado de sus valores esenciales y del único objetivo digno de la especie en su conjunto, a saber la superación paulatina y progresiva de su propia animalidad. No estaba de más enfatizar esa noción, tal vez algo manida pero que adquiere, en un contexto socio-histórico como el presente, una dimensión todavía más acusada: un momento o época en que la verdadera finalidad de Wilson se ha desvirtuado y convertido en otra enfermedad tan ubicua como patética; la dependencia de otra ilusión, llamada fútbol (habiendo fracasado el malhadado intento hispanizante del balompié), en algún lejano y nebuloso periodo deporte y hoy práctica sórdida y puramente comercial que apela, sobre todo en ocasiones magnas (como la actual Sudáfrica) a la más nauseabunda y mefítica demagogia asistida invariablemente con los golpes más bajos de la más zafia patriotería y un remedo grotesco de la antigua lealtad al clan (otra vez lo tribal). Y sirva como colofón la exposición nada novedosa tampoco de esta otra realidad frente a aquélla: en un país como éste que se auto-designa católico (y acaso sí lo haya sido, a su modo y en algunas épocas) e impone ese credo como el oficial son muchos los ateos, agnósticos o cristianos de otras iglesias o los que profesan otra religiones: ¿por qué deben costear con sus impuestos a la Iglesia católica, pagar sueldos a sus curas y monjas y hasta desvaríos tales como el que se paga (en grado de general o generala) a la Virgen de la Merced en su advocación eminentemente guerrera de patrona del Ejército argentino? Y esto no es más que la punta del iceberg. Pues con el deporte mencionado sucede lo mismo; desde una concepción absolutamente fascista y autoritaria se decide que todo el mundo participa y debe participar (y por ello se entiende obviamente sufragar) de este naufragio no ya de la razón sino del más elemental sentido común y por ende se le destinan de modo discrecional recursos sustanciales (aparte de los propios, propios de toda mafia exitosa) que mejor servirían para tantos otros fines urgentes y esenciales y –lógicamente- siempre dilatados y postergados.


Así pues estamos ante dos (de las múltiples) funciones de la pelota; en ambas se trata de un vehículo de transferencia pero con significado muy diferente. No deja de ser revelador, ya para concluir, el dictamen popular, como una especie de recóndita conciencia de su propia representación –para nada lucida- en el asunto y que ha inventado y sancionado por el uso un derivado de ese sustantivo cuya trayectoria y fortuna nos exime de mayores comentarios: "Pelotudo,a: adj. y n. Argent., Par. y Urug., Vulg.: estúpido, imbécil." (Pequeño Larousse).


(*)-Ahora bien Michel Tournier, el notable novelista francés, al abordar el mismo tema (en Vendredi ou les limbes du Pacifique - Viernes o los limbos del Pacífico) plantea la teoría opuesta: Robinson está o queda finalmente enamorado de la isla, de la isla misma e incluso en un sentido físico; la siente como una inmensa hembra que lo ha acogido en su seno. Y desde luego la isla no es producto del ingenio humano pero tampoco puede pasarse por alto el hecho fundamental de que la obra de Tournier contiene un marcado sesgo metafísico y por lo tanto su protagonista participa de una mística que no es ni puede ser ajena al erotismo en su más estricto sentido. Estamos, por consiguiente, ante un gráfico de dos visiones diversas de concebir el mundo: una que incide en el afán de trascendencia y la otra, más terre-à-terre que se centra en determinadas necesidades inmediatas y, como en este caso, más que primitivas netamente animales









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lunes, 7 de junio de 2010

El patito feo





Érase una vez un patito, negro y distinto a los demás. Por querer a toda costa parecerse a ellos no llegó nunca a ser cisne. Peor aún, no llegó nunca a darse cuenta de que ya era un cisne: más bello, talentoso y magnífico que sus supuestos hermanos. Cuando murió algún inspirado bardo popular inventó por él la después proverbial expresión “el canto del cisne”, es decir la más conmovedora y espléndida despedida.





Su generación lo conoció como Michael Jackson.























martes, 11 de mayo de 2010

De la mística: Tertuliano


Entre tantas lecturas postergadas a las que hago alusión en El tiempo de los libros estaba la de Tertuliano, de quien había leído allá lejos y hace tiempo un par de obras menores (y recuerdo que entonces las había pareado con la de Anselmo (1)). No se trata de que sienta ninguna predilección particular por los tratados de teología, más bien lo contrario, me parecen soporíferos y ello quizá debido a mi desmesurada afición por la poesía mística (San Juan de la Cruz en primerísimo término, Fray Luis de León y Teresa de Avila y Catalina de Siena en esa órbita) que es también un tratado de teología pero en un orden inconmensurablemente más elevado y espiritual. Tertuliano es un caso aparte, tal vez por esa pasión que en ocasiones lo pone más cerca de los poetas que de los teólogos. Y ya es mucho decir si se tiene en cuenta que fue abogado (en efecto, la abogacía, junto con todo el cuerpo del derecho, es una de las peores lacras que nos ha legado el Imperio romano) y que, como tal, aboga sin desmayo y a punto tal que exaspera reiterando argumentos y seudo-argumentos. Pero cuando olvida por un momento su deformación profesional este cartaginés convertido (siglos II-III d.C.) se vuelve interesante y en más de un aspecto: el histórico, desde luego, por la serie de datos que transmite sobre su sociedad y su época (*) pero también el filosófico y desde luego el literario. Y asimismo el poético, aunque semejante atributivo pueda parecer a primera vista fuera de lugar pero es que esa pasión a la que se aludía lo eleva a veces más allá del ámbito en el que él cree moverse siempre: el de la razón discursiva. Prueba concluyente -entre otros ejemplos- es su conocida expresión (cito el párrafo para no desvincularlo del contexto): “Y el hijo de Dios murió, lo cual es inmediatamente creíble porque es absurdo. Y después de enterrado se levantó de nuevo, lo cual es seguro porque es imposible”. (De carne Christi). Otras versiones sustituyen imposible por ridículo pero sin duda es más pertinente la primera. Este solo periodo es ya un poema místico –contiene la impronta de esa enajenación tan sui generis- pero desde luego sólo se lo puede comentar en el mismo plano en que se expresa, esto es, como una suerte de silogismo por el absurdo. También es atípico Tertuliano por otras características; no perteneció nunca a la iglesia propiamente dicha sino que fue montanista, es decir miembro de la secta de Montán (2) y después fundó su propia corriente: los tertulianistas. Cuando murió seguía apartado de la iglesia “ortodoxa” que sin embargo y por supuesto lo “recuperó” después haciendo de él uno de los padres apologistas. Y asimismo hay que señalar que aunque era sacerdote estaba casado, de lo que existen pruebas irrefutables -San Jerónimo-y sobre todo su propio tratado A su esposa en el que se declara partidario de la monogamia y la castidad y prohíbe a su mujer que vuelva a casarse si quedara viuda pero aquí corresponde precisar que el celibato eclesiástico se instituyó mucho después de la época de Tertuliano. Ahora, tras haber delineado someramente el personaje, volvamos a lo anterior, a la frase citada: se trata en verdad de un curioso juego de malabares mental en el que se está escamoteando no sólo el tan cacareado raciocinio sino el más elemental sentido común y se opta, con una total y desenvuelta prescindencia de toda otra consideración por el más puro y simple voluntarismo (no como doctrina psicológica, desde luego, sino como voluntarismo voluntarioso): será así porque así yo lo creo y lo quiero. Porque ¿en virtud de qué si el hijo de Dios murió y se sabe que es absurdo eso lo hace inmediatamente creíble? ¿Por qué no creer entonces y con la misma soberbia prescindente en todo lo que él refuta: en los rayos de Júpiter o en el cisne fecundando a Leda o en la lluvia de oro que cae sobre Dánae o, para el caso, en la existencia de todo el panteón romano y antes, de su modelo griego? ¿Puedo pensar que es perfectamente absurdo que Afrodita naciera del semen de Urano y en una concha marina pero lo creo porque justamente es absurdo? No parece muy probable que Tertuliano hubiera admitido este argumento aunque para él (y ulteriormente para la iglesia) sí era válido pero en tanto y en cuanto abonara su propia postura (o falta de sustentación de la misma). Otro tanto cabe para el resto: “y después de enterrado se levantó de nuevo, lo cual es seguro porque es imposible”. O sea: se trata de esto, que no puede ser pero es porque a mí se me antoja y punto. O el fundamento final de la fe que se define, justamente, por la sinrazón y más aún, de ella proclama su legitimidad. Pero hay igualmente otros aspectos que merecen ser tenidos en cuenta; se nos hace más próximo Tertuliano cuando enuncia intuiciones (que sí pueden enunciarse) deslumbrantes: “Si no siendo, fuiste, aunque no seas, serás” (3). Y si parece –y lo es- contradictorio no es menos una síntesis fulgurante del misterio mismo de la existencia en la que ya no importa si se basa o no en la religión; cuando se lo medita un instante se percibe su alcance y sus ecos llegan hasta San Juan de la Cruz. O bien cuando formula (pero de manera menos perentoria) algo muy similar al periodo anteriormente citado: “…pero el que tiene infinita inmensidad que no se alcanza este es Dios, que solamente lo comprende su noticia. La falta de nuestra capacidad para definirle, explica la infinita naturaleza de su ser” (4) y que constituye evidentemente esa piedra angular del edificio teológico que por su propia índole no ha podido ir más lejos ni afirmarse más que en sentido negativo, nuevamente: es así porque no se sabe qué es y por lo tanto es eso y la misma insuficiencia del conocimiento es prueba de ello. Este padre (tardío) de la Iglesia (como doctor tardío fue Juan de Yepes) se ocupó igualmente de los más variados asuntos sin desdeñar ninguno por fútil que fuera anticipándose de este modo a las órdenes, en especial a los jesuitas; así por ejemplo Del atavío de las mujeres, donde fustiga las modas, vestidos, adornos y costumbres femeninas resaltando una vez más que deben ser recatadas y modestas. O los opúsculos Del alma, A los pueblos, A Escapula escrito contra el procónsul de Africa y su persecución a los cristianos lo que es en él un tema recurrente y obsesivo ya que, como es bien sabido, es el de su obra principal y más conspicua Apología del cristianismo que lleva el subtítulo: Apología contra los gentiles en defensa de los cristianos (la edición que tenemos data de 1943 todavía con la debida censura). Y ya como conclusión de esta breve semblanza de Tertuliano sirva esta última cita tan sucinta como esclarecedora que no sólo restituye un atisbo de lo que fue la iglesia primitiva sino que condensa –como un motto- la mística (o comunicación directa del hombre con Dios) de su credo y su pasión: “nuestra cena con su nombre se acredita. Llámase en griego ágape, que significa caridad”. (5).







(1)- San Anselmo – La razón y la fe- Editorial Yerba Buena, La Plata, 1945.
(2)- M. Menéndez y Pelayo se ocupa con su tan erudita parcialidad de esta secta al tratar de los priscilianos en su célebre Historia de los heterodoxos españoles, 10 volúmenes, vol. II, págs. 129-132; Emecé Editores, Buenos Aires, 1945.
(3)- Tertuliano- – Apología del cristianismo- (Apología contra los gentiles en defensa de los cristianos).- Editora Cultural, Buenos Aires, 1943; pág.190.
(4)- Tertuliano –op.cit., pág. 88.
(5)- ibid. pág. 160.
(*)- como ejemplo: “La ley que mandaba despedazar a los deudores duró más de 500 años en Roma, porque el año 630 de su fundación Papirio Mujelano y Gayo Petelio Cónsules conmutaron la pena capital en la cesión vergonzosa.” (cesión vergonzosa era la incautación de los bienes del deudor por la justicia). - nota a pie de pág. pág.41 de Apología….