martes, 14 de diciembre de 2010

Lecturas singulares


El continente perdido



Las modificadas y no siempre armoniosas relaciones que se instauraron entre las antiguas potencias colonizadoras y los países africanos al lograr éstos la independencia se caracterizaron, en lo que atañe al orden cultural, por un reconocimiento algo tardío que se tradujo en más de una oportunidad por una sobreestimación- en el ámbito de habla francesa fue, particularmente, el caso del senegalés Léopold Sédar Senghor (al que puede añadirse el del martiniqués Aimé Césaire. Salvando el hecho de que Martinica aún pertenece a Francia su ejemplo resulta todavía más ilustrativo al respecto). De ahí que inevitablemente surja una cierta desconfianza ante todo panegírico de obras y autores africanos pasados por el tamiz de los valores occidentales.

En lo tocante a Wole Soyinka y a ésta, su primera novela (*) debe empero admitirse sin retaceos que, por esta vez, el reconocimiento (la atribución del Premio Nobel en 1986) fue sobradamente merecido. El lector que no esté al tanto de determinados antecedentes corre el riesgo de quedar en una interpretación meramente superficial y no llegar a captar el significado más hondo y verdaderamente importante de esta obra. En primer término es preciso comprender que la realidad post-colonial del África negra no es sólo ni con mucho esas imágenes estereotipadas que difunden una y otra vez los medios de comunicación y que van desde los enormes problemas socioeconómicos, hambrunas, la alarmante desertificación, etc., los conflictos hasta las siniestras formas caricaturales del despotismo y la barbarie que se han de imputar principalmente a las ex metrópolis que dejaron como regalo de despedida (esas despedidas singulares que consisten en marcharse por la puerta principal para volver a entrar por la puerta trasera) las élites formadas a su imagen y semejanza para asegurar el relevo: ya se trate de los franceses-Bokassa en África Central, los ingleses –Idi Amín en Uganda o de los españoles mismos en Guinea Ecuatorial y ese otro personaje de triste memoria que fue Macías Nguema. A ello hay que añadir el agravante de sistemas institucionales implantados sin la menor preocupación por la mentalidad, las tradiciones y la realidad misma locales y que, en consecuencia, no fueron y no son sino un remedo y una ficción. Sería, por supuesto, imposible bosquejar aquí los múltiples factores y circunstancias que han contribuido a conformar esa compleja y precaria entidad que son hoy los países africanos pero la advertencia anterior es totalmente pertinente: deben dejarse a un lado los prejuicios y nociones generales si se quiere entender cabalmente qué tratan de transmitirnos estos “intérpretes”: personajes que proceden del mundo cultural –un pintor, un escultor, un periodista, un profesor universitario. Sus relaciones son apenas un pretexto (aún cuando existe un tratamiento muy agudo de éstas que recuerda la novela “psicológica” y por la época –mediados de los 60- muy especialmente a John Updike) para poner de relieve las lacras de una sociedad cuya clase dirigente carece ya de identidad y está profundamente corrompida y cuyo pueblo se debate entre valores tradicionales que se desdibujan cada vez más y el acicate de un modelo consumista al que no puede llegar. Ésta es, a grandes rasgos, la tesis de la novela y su resolución, por fuerza, no es nada feliz. Pero en el fondo –y aunque Soyinka no lo plantee de manera específica- queda una pálida luz que en su mismo temblor está señalando una posibilidad mínima: la de que algún día cesen las interferencias y se deje a estos pueblos solos ante sus problemas y su destino y su propio modo de resolverlos y asumirse. Como lo sugería ya Conan Doyle en su célebre obra puede decirse, en conclusión, que los continentes perdidos lo están, realmente, una vez que se los ha descubierto.



-(*)- Wole Soyinka- Los intérpretes- Ed. Emecé, Buenos Aires, 1987.

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