sábado, 9 de abril de 2011

Pecios...


Poesía venezolana: Juan Lizcano (*)





Estas reflexiones se motivan en lo que podría llamarse una experiencia poética distinta. Experiencia determinada, como es obvio, por la lectura de un libro de poemas cuya característica principal consiste en un rechazo frontal a la comodidad del aparato crítico preestablecido: Los nuevos días del poeta venezolano Juan Lizcano. Pero antes de abordar esta obra reciente es oportuno esbozar brevemente el panorama en el que se ha desarrollado.



En efecto, la obra de Lizcano se inscribe en un ambiente altamente propicio. Quien haya seguido con alguna atención el movimiento poético hispanoamericano ha podido advertir el particular desenvolvimiento que tiene hoy en Venezuela. Un índice evidente de esta expansión poética radica en las revistas literarias, considerables en calidad y número: Imagen, Zona Tórrida, Desórdenes, Jakemate, Talud, Zona Franca, En Haa, Punto, Extramuro, K, En Negro, Actual, La Pata de palo, Poesía de Venezuela y otras muchas que se nos escapan y, desde luego y de un modo más directo, en la edición de libros de poesía.



En este aspecto pareciera que Venezuela asume gradualmente un carácter central que hasta hace unos años era patrimonio casi exclusivo de países como México y Argentina. En líneas generales (exceptuando trabajos recientes como el de Alfredo Silva Estrada) la última generación poética venezolana no se revela iconoclasta (como se diera en el resurgimiento poético que conoció Argentina en los años 60 o en el del Brasil alrededor del 65, que se caracterizaron por una ruptura total con la expresión tradicional –la revista Diagonal Cero de La Plata fue sin duda la que mejor ejemplificó, junto a los intentos de Ovum en Montevideo esa voluntad “explorativa” en el dominio español por el rigor y la excelencia de su trayectoria) sino más bien continuadora de una corriente resultante, a grandes rasgos, de la influencia de Vallejo, Neruda y Borges y los ecos surrealistas pero dentro de esa ortodoxia la originalidad está dada, a menudo, por un acento particular y una lúcida percepción de las posibilidades del lenguaje.



Esta característica es notoria en las obras de una avanzada de “refuerzo” que comienza a percibirse detrás de los nombres claves de A. Uslar Pietri, Baica Dávalos o Salvador Garmendia en la narrativa y en la poesía Sucre y Juan Sánchez Peláez, avanzada integrada por los trabajos de José Rafael Muñoz, Caupolicán Ovalles, Eugenio Montejo, Juan Lizcano, A. Rojas Guardia, Juan Pintó, Emira Rodríguez, Lubio Cardozo, José Balsa, Teófilo Tortolero y otros.



Los nuevos días refleja ejemplarmente esta revitalización de la poesía venezolana y la tarea de Lizcano en su conjunto confirma la continuidad creativa que es su nota común. Una decena de títulos poéticos jalonan la inquietud expresiva de Lizcano; desde 8 poemas, en 1939, pasando por Contienda, Del alba al alba, Humano destino, Tierra muerta de sed, Nuevo mundo Orinoco, Rito de sombra, Cármenes, Edad obscura hasta Los nuevos días.



Esta actividad intensa, que abarca igualmente el ámbito de la crítica y la investigación literaria encuentra uno de sus mejores momentos en el libro que nos ocupa. Se ha dicho y repetido que la poesía es una “intuición fundamental” y sin temor a exageración puede verse en ese enunciado una de las claves más acertadas para la comprensión de la naturaleza poética. En efecto, las múltiples connotaciones de esa fórmula –demasiado compleja y extensa para detenernos aquí- nos remiten automáticamente a la idea de la tradición poética y a una visión del mundo –paralela y milenaria- que, a falta de ese desarrollo indispensable que aludimos calificamos provisionalmente como “gnóstica”.



La quiebra de un orden perfecto es la tragedia mayor de la humanidad. El papel de la poesía se sitúa aquí centralmente: el tiempo perfecto que el drama de las cosmogonías arcaicas registra igualmente como la Unidad, el illo tempore, la edad dorada o el paraíso; la quiebra de esa Unidad: la ruptura o caída; la posibilidad para nosotros de recordar y reconocer la Unidad y la caída a través justamente de esa “intuición fundamental” que en lenguaje baudelairiano se convierte en las “correspondencias”. De esto se desprende como consecuencia inmediata un modo del conocimiento propio a la poesía y únicamente a ella que denominamos “analógico” por oposición al racional y analítico. La particularidad del pensamiento analógico es la aprehensión de la realidad desde lo múltiple a lo uno, desde el todo al fragmento o a la parte, lo que supone, evidentemente, un tipo de conocimiento superior, eminentemente subjetivo. Esta característica lo desplaza en el reino del conocimiento pretendidamente objetivo que reduce la realidad a una dialéctica rampante y su posibilidad de expresión reside entonces en la poesía: “fuimos ese mar indiferente/ y nadamos en él sin pensamiento”. En esta dimensión, situado siempre en la alta tradición que evocamos, Lizcano anota el credo fundamental: “Debe haber algún lugar en nosotros mismos/ donde cesa el combate de los contrarios”. Recogiendo la misma pregunta o, más exactamente, la misma pretensión de Breton que quiso un día dedicar íntegramente el esfuerzo surrealista a la ubicación de ese punto donde cesa la contradicción, Lizcano integra la vía subterránea que, desde los gnósticos a la alquimia, conforma una disensión frontal con la visión pragmática del mundo y vislumbra –afirmando su mirada- la otra parte de la realidad, la otra mitad en sombras que nos constituye: “El amor es apariencia del mundo/ sensualidad del mundo/ espiado por la muerte/ que nos alumbra y recrea”.



La poesía de Lizcano, los poemas esenciales de Los nuevos días requieren una lectura mucho más atenta y reflexiva que la que habitualmente concedemos a las obras de poesía. Y esto porque aquí no encontramos ningún efectismo, los conceptos deslumbrantes o novedosos y la palabra sonora están ausentes. Sólo la aparente simplicidad del poema desnudado de todo artificio apela directamente a la sensibilidad. Pero esta virtud es al mismo tiempo el riesgo de exigir a la exégesis que salga momentáneamente de su formulismo estereotipado. El hábito de la poesía puede llegar a convertirse así en una técnica crítica negativa cuando el gusto adquirido selecciona y escinde sin apelación el texto poético propuesto.



Como en toda visión esquemática aquí también el peligro radica en esa miopía formal, en el gusto demasiado arraigado que deviene, como decimos, una técnica negativa al aproximar las experiencias que caen más allá de esa óptica. Muy principalmente en este dominio el temperamento de la lengua juega el papel dominante; aunque conscientes de los riesgos del verbalismo nos dejamos, no obstante, llevar muy a menudo por la magia gongorina. Nuestra sangre hispanoamericana está hecha de palabras y la desconfianza hacia el lenguaje no es sino, en gran medida, el disfraz ocasional de la época o la moda: secreta, íntimamente somos el barroco. Este condicionamiento se torna particularmente nefasto cuando no encuentra inmediatamente, desde el primer contacto, la seducción (en cualquiera de sus formas usuales) seducción que muchas veces llega a confundirse con concesión. A esta consideración se debe que preconicemos otro tipo de lectura al abordar un texto como el de Lizcano; único método, a nuestro juicio, válido para eludir el vicio crítico y la trampa de la seducción por una parte y para poder ingresar a este universo cerrado sobre sí mismo y no permanecer en un desconcierto superficial o, lo que es peor, en el engaño inmediato de esa simplicidad aparente por otra. Siguiendo este camino propuesto es posible percibir la diferencia que se revela entre lo que a primera vista habríamos podido catalogar como poesía “intimista” participando simultáneamente de un cierto tono coloquial y el verdadero, auténtico carácter de la expresión de Lizcano como poesía de celebración. Esta diferenciación obedece al deseo de delimitar el clima general de estos poemas y no a un gusto desmesurado por el rótulo o el establecimiento arbitrario de “categorías”. Nos ha parecido oportuno señalar al pasar la distancia y la significación de un acento que no debe ser confundido ni, sobre todo, separado de su alto interés como experiencia.



Una experiencia que sin ser totalmente inédita implica no obstante una apertura que está lejos de haber hecho su camino. Al modo del proceso iniciático Lizcano aborda hoy el umbral “unitivo” –según la terminología de Juan de la Cruz- y el despojo interior se refleja exteriormente en su mensaje. Prueba inequívoca: el registro de la pasión se inscribe en la serenidad. La etapa de la confusión con sus momentos de luz ha quedado relegada y lo comunicable es efectivamente el sedimento elemental: en esta poesía la literatura ha sido ya olvidada. “Tu nombre suena a fuente próxima/ lo olvido para no destruir la magia de sus signos/ la triunfante presencia de lo que no ha sido nombrado”. El mayor logro en la práctica de la poesía es quizás la aceptación de la ausencia, la superación de nuestra obsesiva nostalgia adánica de la nominación. El instante en que descubrimos, más allá del silencio cultural que habita nuestra lengua, el silencio trascendental que nos conforma entrañablemente. En oposición a toda esa herencia poética que tanto gravita y nos traba comenzamos a sospechar que ese silencio trascendente es transmisible y éste es, por sobre todo otro mérito, el verdadero hallazgo y la confirmación que la poesía de Lizcano nos entrega.









(*)- Este artículo se publicó en La Voz del Interior (Córdoba, Argentina) el 16 de diciembre de 1973.





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