jueves, 28 de abril de 2011

El estaqueado











Nunca lo pude olvidar. No es que haya vivido pendiente a todas horas (la memoria) si no que de tanto en tanto y porque sí o porque no su imagen regresaba, a veces como un simple pantallazo, a veces más insistente y como para quedarse tratando de decirme algo pero debía ser algo que yo no quería saber porque la desterraba presuroso antes de darle tiempo para comunicarlo. Pero creo que en el fondo siempre lo he sabido. A lo largo de esta ambigua y elástica vida he admirado a algunos seres –humanos y no- y digo bien: algunos (sobran los dedos de la mano para contarlos) pero a ninguno más que a éste. En todo caso y de eso sí estoy segurísimo no del mismo modo.







Tenía uno de esos apellidos vascos casi imposibles de pronunciar, hechos de pura consonante y en consecuencia y con la sólita desidia que nos caracteriza terminamos llamándolo simplemente el Vasco. Alto, bien plantado, robusto, sin ser un Adonis tenía una agradable apariencia. Era sociable, más serio que risueño y en general se llevaba bien con todos; un soldado más, entre tantos que éramos. Pasaron unos pocos meses y hacia mayo se empezó a percibir el problema. Yo era dragoneante: así se denominaba (y es curiosa denominación que viene sin duda del americanismo dragonear: ejercer un cargo sin tener las facultades para ello o bien alardear, fanfarronear- Ambas acepciones convienen en este caso porque la otra posible y que de todos modos proviene de la misma raíz, a saber: dragón parece muy poco probable tratándose de mí y de todos los demás que asoman en este relato con la sola excepción del propio protagonista) a los que pasábamos más tiempo en la oficina de la compañía que en el campo de entrenamiento pero éramos estudiantes universitarios y alguien tenía que hacer ese trabajo. En esa condición me ocupaba también de acompañar y consignar a los que debían acudir a la enfermería o a los que eran llamados a presentarse por cualquier causa, disciplinaria o no, ante las autoridades de la compañía. Que, olvidé decirlo aunque es casi irrelevante, era la de policía militar. Una mañana de mayo, pues, recibí la orden de acompañar al Vasco a la oficina del comandante. Y ahí estalló la bomba. Faltaban unas cuantas semanas para que se llevara a cabo uno de los actos más importantes en la institución: la ceremonia de la jura de la bandera. Y el problema radicaba justamente en eso porque se debía desfilar en uniforme y portando el rifle. Y el Vasco ni estaba dispuesto a jurar ni mucho menos a empuñar un fusil. Ahí me enteré por primera vez de dos hechos insólitos: no había ido nunca a entrenar al polígono de tiro (así se llamaba el lugar para practicar puntería) y, segundo, era Testigo de Jehová por lo cual tampoco había asistido nunca a las misas y ni siquiera cuando nos visitó, mejor dicho nos agració con su visita el Vicario General Castrense, Monseñor B.. de quien preferí olvidar hasta el nombre aunque sí recuerdo que bajó de su lujoso automóvil (un reluciente Mercedes Benz de color negro) en medio de la guardia de honor y dirigió Su Opulencia hasta el pie del altar y desde allí nos endilgó en cuatro minutos una sarta de los lugares comunes más burdos y bochornosos



. Muy satisfecho de sí mismo y de la tarea apostólica cumplida se marchó, acto seguido, supongo que a algún también opulento ágape. En resumidas cuentas y volviendo al asunto: el Vasco no era como los demás y había podido llegar hasta allí gracias a la –de algún modo tengo que llamarla- benevolencia del comandante (también era atípico ese hombre –llevaba un apellido notorio en Córdoba y parecía a disgusto en ese lugar. Además y a pesar de su edad estudiaba derecho en la universidad). En la circunstancia usó una verdadera batería de los mejores argumentos posibles pero todos hacían mella en el corpulento vasco, firme en sus trece. Al cabo casi le suplicó que asistiera y no jurara, que sólo moviera la boca, que era asunto entre él y su Dios y que sólo tocara por esa única vez el fusil. De ningún modo. Así nos marchamos esa mañana, el Vasco más resuelto que nunca, el comandante también y yo empezando recién a saber qué era un Testigo de Jehová pero mucho más que eso qué era en realidad alguien dispuesto a todo por sus ideales o su fe. Después vendrían otros tiempos mucho más atroces y se pagarían también los ideales de una forma que entonces ni hubiéramos podido imaginar. Tampoco tenía yo ni nadie ahí la más remota noción de lo que andando el tiempo se llamaría objeción de conciencia. Lo supe años más tarde, cuando vivía en Francia y porque el gobierno francés promulgó una ley sobre ese asunto. Una ley que en uno de sus apartados decía que si alguien difundiera o hiciera conocer a otros los alcances y beneficios de dicha ley sería pasible de responder ante la justicia. ¡Por difundir una ley! ¡Cuando justamente el primer cometido de una ley es que se haga conocer para poder cumplirla! Como es lógico levantó un gran revuelo y tengo entendido que se derogó esa disposición que parecía dictada justamente por algún gobierno militar argentino. (No, no tenemos el monopolio de la estupidez pero que hacemos cada vez más méritos para alcanzar el primer puesto no hay ninguna duda).









El Vasco no juró ni tomó el fusil. Pasó días y días en el calabozo y como se vio al cabo que eso no servía para nada se lo estaqueó. Ahí tendido en medio del campo, lejos de toda mirada curiosa, abierto en cruz, inmovilizado, con el calor y el frío, día y noche con los bichos que se le subían, sin poder apartarlos ni rascarse, sufriendo la humillación de sus propios hedores, sin comer ni beber o apenas pasó también días y días. Ya no lo veíamos, no se sabía qué había pasado con él y poco menos lo olvidamos. Hasta que una mañana estando yo en la oficina del comandante dos soldados llevaron al Vasco ya en calidad de preso. Iba al penal de Ushuaia, al extremo sur del país y del que se comentaba era el más duro de todos. Por cuánto tiempo no lo supe nunca. Pero tampoco pude olvidar nunca la impresión que recibí cuando el Vasco entró esa mañana: era poco más que un esqueleto vacilante, las ropas le colgaban, la cabeza rapada se inclinaba, los ojos estaban vaciados de vida. Aquel hasta hacía poco gallardo mozo parecía su propio abuelo y todo en el increíble lapso de dos o tres meses. Y allá partió y desde aquel mismo momento ingresó para mí en una dimensión distinta: a la pena y la compasión (y desde luego a la indignación) se mezclaba una admiración incondicional que andando los años no hizo sino fortalecerse. Si en este mundo hubiera más Vascos de tal temple y menos microcéfalos convencidos de que prestar juramento a un trapo y portar un arma es la mejor definición del ser humano sería sin la menor duda otro mundo, más limpio y respirable y en el que no diera tanta vergüenza seguir viviendo.







Para rematar: definición en El Pequeño Larousse (ed. 1998): “estaquear. v.tr. 1)-Argent. Estirar un cuero fijándolo con estacas.-2)-Argent. Por ext. En el s.XIX castigar a un hombre estirándolo entre cuatro estacas”. Como se advierte la ignorancia deliberada y el optimismo de los redactores son francamente admirables.







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