miércoles, 6 de abril de 2011

Pecios -II-

Del hermetismo poético (*)




La idea del hermetismo como columna de sistemas religiosos ha tenido una larga vigencia y no sería aventurado señalarla en la actualidad basando una cantidad de movimientos minoritarios que actúan como herederos de las antiguas sectas. Al lado de esa permanencia –no por multiforme y recóndita menos cierta- las doctrinas atribuidas a Hermes Trismegisto encarnan en la creación poética desde un ángulo teórico que parece calcado del programa de Mallarmé (lo cual se explica perfectamente porque el autor de Igitur frecuentó ampliamente las fuentes esotéricas de las que extrajo –llevándolas hasta el límite- las concepciones del “oficio sagrado”). Según esta idea la materia poética alcanza su posibilidad máxima de concreción en un resguardo estricto de sus fronteras mediante el empleo sistemático del símbolo y del lenguaje críptico como eficaces escudos aislantes. Pero sin insistir demasiado en este concepto, al que no niego validez, es preciso advertir el error que se desprende cuando se identifica al hermetismo con estas razones sin percibir el aspecto más importante de que esa exigencia hermética de resguardo se complementa con la exigencia de adecuación del contemplador de la obra. Es decir un ascenso del consumidor del arte (en idénticos términos que el que se exige al adepto religioso) en vez de la depreciación de la obra, muchas veces sacrificada en aras a la accesibilidad. No otra cosa quiso significar Lautréamont con su postulado de una poesía hecha por todos, postulado que es imposible malinterpretar si se considera la propia obra de Ducasse que, sin embargo, suele ser utilizado –intencionadamente o no- sin su contexto imprescindible. Advertido esto es posible tratar al hermetismo en sus derivaciones poéticas personificando esos aportes en tres cultores; uno, quizás el más significativo por la decisión con que incorporó las doctrinas de Hermes realizando una obra nítida: Gérard de Nerval. /…/ (véase nota explicativa en el apartado bibliográfico). Los restantes, René Daumal y César Dávila Andrade han sido escogidos por su proximidad y su relieve ejemplarizante (dentro del tema). En el primero se ha enfocado solamente lo que considero su trabajo más representativo y definitorio, en el segundo he echado mano a varios textos que fueron sucesivamente publicados por una revista latinoamericana, advirtiendo desde ya que hay afirmaciones sujetas a modificación cuando una edición completa de las obras de D. Andrade entregue las notas cardinales de su pensamiento.




El simbolismo del centro fundador



Recorrida por un aliento poético insoslayable la novela de René Daumal (**) encubre bajo esa definición uno de los intentos más extraordinarios, no sólo por lo que de explorador, de adelantado tiene, sino primordialmente por el registro que testimonia El Monte Análogo de los puntos alcanzados por Daumal en esa ardua geografía. Basado en el simbolismo fundamental del Centro elabora también el mito de la montaña como nexo entre las regiones celestes y humanas. Su característica más honda, la que confiere a su esfuerzo el espíritu de logro, de trascendencia es un acusado y permanente rigor: su idea medular de la inaccesibilidad al Centro que sólo puede ser alterada por una fe indeclinable y por la costosa superación y vigilancia, absolutamente gradual y jalonada de marchas y contramarchas del desarrollo de sí mismo. Esta sola visión evidencia en forma concluyente su formación ocultista, su concepción espiritual en el sentido del laboratorio alquimista. Al mismo tiempo es preciso señalar, estrechamente unida, la propuesta de un sistema social asentado en la capacidad individual de ascensión al monte: aquél que lo ha conseguido es depositario de la autoridad, delegada a su vez por los habitantes de la altura. El simbolismo es toda la expresión de Daumal. Claramente afirma la legitimidad del poder espiritual, de la evolución de la percepción interior, única vía de acceso al Monte Análogo y su antípoda, la ignorancia en la existencia del mismo y la imposibilidad de siquiera verlo aunque se pase por su costado: “Lo que define la escala de la montaña simbólica por excelencia –aquella a la cual yo proponía llamar Monte Análogo- es su inaccesibilidad por los medios humanos ordinarios”. La partida es posibilitada por el contacto decisivo con la piedra filosofal –Pierre Sogol- idea que no contempla la teoría alquimista en la que la piedra es el fin perseguido; en Daumal es el intermediario eficaz capaz de conducir al Monte, que tampoco es el fin en sí mismo sino el primer paso concreto en una etapa destinada a la ascensión, objetivo final que involucra consigo la unión con la raza superior. El camino empieza cuando después de preguntarse “¿para qué?” el hombre pregunta “¿cómo?”. Es también el momento en que se conoce la naturaleza insólita del objetivo: está aquí, delante, adentro, pero es tan evidente que su propia luz lo vuelve invisible a los ojos que no han sido nunca voluntariamente cegados a la luz física. Tampoco alcanza la decisión ni el precario progreso que cada uno llegue a asumir: es necesario “estar en gracia”, sólo en ese estado el mismo Monte abrirá su flanco y permitirá la entrada. La determinación corpórea del Monte es una idea deslumbrante, apoyada en un verdadero axioma ocultista: “La puerta hacia lo invisible debe ser visible” (también Novalis lo había advertido). Hemos hablado del Centro como punto de sustentación de la obra daumaliana. En efecto, la fundación de una capital, equivalente al acto creador del mundo significa la renovación de ese acto y queda entonces considerada como Centro del mundo, lugar consagrado. De igual modo la simbología de la montaña la convierte en Centro, sitio clave de la reunión del cielo con la tierra y también adquiere ese carácter algún templo especialmente augusto. Se trata de una idea universal que hallamos reiterada en distintas culturas. Todas estas características evidencian suficientemente las fuentes agotadas por Daumal y permiten percibir a través de su obra el renacimiento de las teorías herméticas, emplazadas en El Monte Análogo a plena mitad de nuestro siglo como una sugestiva señal.




El universo aparente




En este dominio que procuramos delimitar nos ha parecido que si René Daumal representa el más notable testimonio europeo (porque lo vemos apartado del surrealismo ortodoxo) su paralelo americano sería en justicia el poeta ecuatoriano César Dávila Andrade. Presumiblemente pasará todavía bastante tiempo hasta que el autor de El Gran Todo en Polvo sea ubicado, en la estimación literaria, en el prominente puesto que merece. Su obra, ahora poco difundida, es una de las experiencias más hondas en el tema y única en su tipo en Hispanoamérica. Últimamente algunos argentinos han registrado esa tendencia aunque sólo son pálidas aproximaciones tangenciales al vértigo del ecuatoriano. César Dávila Andrade (1918-1967) culminó con el suicidio una búsqueda rigurosa y, a juzgar por la parte de su producción que conocemos, en un punto altamente maduro. Trató y conoció los conceptos fundamentales del hermetismo aunque los derivó hacia el yoga y las doctrinas de Gurdjieff, Ouspensky y Krishnamurti preferentemente. Su línea, por lo demás, se halla bien documentada en sus ensayos y trabajos de investigación, cuentos y poemas. Su poesía es tensa y elaborada desde un lenguaje hermético. Continuamente notamos la referencia a ideas centrales ocultistas. Dice en un poema de El Gran Todo en Polvo: “Salíamos de los más puros dibujos rupestres/ y echábamos a correr desesperados/ hacia la civilización y la muerte /Los médiums, los médiums/ Y el ilíaco del perro, sentado dulcemente/ entre los lirios del bulbo salvaje” (Composición). Si es posible trazar brevemente una cosmogonía entera o atrapar en seis líneas la intuición del génesis, eso está en los versos precedentes. No sólo juega la idea de extrañeza del hombre frente al mundo, aquí se habla de una crisis de valores, del camino de despojo sufrido por el hombre desde las cuevas prehistóricas hasta la tecnología. No obstante la confianza esencial de la poesía opone a la desolación abrumadora el bálsamo de una resurrección cíclica. Para Dávila Andrade las correspondencias son efectivas, es posible reconocerlas a través de la fatalidad ineludible: detrás del duelo gratuito, innecesario, está nuestro propio rostro: “Estamos pintados dentro de la oscuridad/ por manos contrarias a las nuestras/ para reconocernos más allá” (El Gran Todo en Polvo). La belleza de la creación es un espejismo benéfico pero, de cualquier modo, queda: “Hombre que vives arrimado al frontis/ de tu casa de cal, los collares altísimos/ de Sirio llueven sobre tus ojos fijos/ a otros collares y son polvo” aunque en otro momento vuelva a la conciencia el engaño y la imposibilidad de enfrentarlo: “Nosotros sólo vinimos a jugar/ No nos propongas la Belleza” (Te llamas Ludo). Hacer el poema es una operación sagrada, dolorosa; las potencias mantienen un equilibrio precario pero las fuentes generadoras son ubicuas: “La creación se apoya en un solo punto antes de trepar en torno de la vara/ Sin ese punto, el virgo deviene agua/ Como el olvido de sí mismo/ el centro está en todas partes” (Palabra perdida). El paulatino desgaste de la fuerza creadora puede solamente conjurarse con el acceso a las fuentes, con el haber llegado: “Pero la Tela se encoge y ninguna práctica/ es capaz de renovar/ la agonía creadora del delfín/ El pez sólo puede salvarse en el relámpago” (Profesión de fe). Finalmente el anhelo supremo se expresa a través del poder, pero el poder total, la co-participación en la divinidad y el último abandono de la materia será en un acto de repudio: gobernar las fuerzas, ser eterno, he aquí la contrapartida del hombre y, naturalmente, la única ambición del poeta y el alquimista: “El santo ansía extender la vena central de su cuerpo/ hasta el extremo mismo de la sagrada palanca/y al desquiciar el mundo/ sentir el tic-tac/ de la piedra preciosa” (Breve historia de Basho) (***).



Estos ejemplos pueden dar una idea aproximada del aporte del hermetismo a la poesía occidental, reconocible ya desde el romanticismo y de una honda riqueza para la estructura poética porque la propuesta hermética, sus conceptos de la unidad y las correspondencias fueron una heroica tentativa tenaz de realzar al hombre y recordarle su ubicación en el cosmos y su derecho a la búsqueda del tiempo arquetípico: tentativa que no se agota en una estéril tarea de gabinete sino que revitaliza, por el contrario, la hora del ser sobre la tierra, su trabajo cotidiano instalado en una dimensión que se relaciona con todo lo existente.






(*)- La versión original de este artículo fue publicada en La Voz del Interior, Córdoba, Argentina, el 25 de octubre de 1970 con el título: Tres poetas herméticos (comprendía también la obra de Gérard de Nerval que no figura aquí por ser mucho más notoria y por haber sido ya nuevamente analizada bajo otro enfoque en Un oscuro esplendorEl doble y el laberinto en la novela gótica- Ed. Babel, Córdoba, Argentina, 2009, págs. 269-272). Luego se incluyó en el ensayo Alción, Ocultismo y Occidente, Ed. Monte Avila, Caracas, 1977, en el apartado Poesía y ocultismo.


(**)- René Daumal- El Monte Análogo. Ed. Mundo Nuevo, Buenos Aires, 1961.


(***)- César Dávila Andrade en Zona Franca, nº.45, mayo de 1967, Caracas.






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