lunes, 4 de abril de 2011

Pecios (*)


Aclaración necesaria : prosiguiendo con el propósito declarado de Faustos fastos (ver El tiempo de los libros y Qué se propone este espacio en el blog) se irán "rescatando" en lo sucesivo figuras y obras muy singulares en más de un concepto y que han quedado relegadas o directamente olvidadas.




Agustín Gómez Arcos: la nueva narrativa española (**)



Encontré por primera vez a Gómez Arcos en el IX Festival Internacional del Libro, en Niza, en mayo de 1977. Tenía en conocerle un interés especial desde que había leído su extraordinaria novela El cordero carnívoro, interés aumentado después por la lectura de María República y por el curioso fenómeno en sí de este escritor andaluz anarquista.



Gómez Arcos, autor de expresión francesa -sus tres libros han sido editados por la misma casa (**)- accedió a desentrañar –para la exigencia anecdótica- las circunstancias de gestación de sus novelas, en particular de la primera que le dio notoriedad y le significó el premio Hermes. Como toda expresión en el dominio creador en él es también evidente la profunda relación entre su vida –su historia personal- y su obra, en el sentido en que las pautas mayores de la segunda lo son también de la primera y en lugar predominante el tema del exilio. Su alejamiento de España, la voluntad de extrañamiento de una realidad inaceptable y coercitiva lleva implícita la noción del peregrinaje y de la iniciación. Y puesto que se trata aquí de estos factores biográficos es oportuno notar que Gómez Arcos declara como pasión mayor el teatro. Distinguido con el Premio Lope de Vega y sus obras interpretadas en España y Francia (una de las causas de su ruptura fue justamente la prohibición de su teatro en España) la influencia del teatro es obvia en su narrativa. Perceptible, en efecto, y en primer término en la presentación de los personajes, elaborados cruda, vigorosamente, a través de toques alternados de luces y sombras y luego, en la ambientación a la que se concede tanta atención que se convierte en un componente de primera magnitud. Esta concepción visual (la madre, en El cordero carnívoro está esencialmente delimitada por un modo de posar y mover sus manos –pero, más aún, por la mano misma: como cera que se derrite y gotea –detalle que la fotografía y la fija) va ganando tanto terreno en sus novelas que en la última puede decirse sin exageración que se ha vuelto ya el elemento principal, a tal punto que la narración se ha transformado en una sucesión de imágenes en torno a una idea unitiva. Junto a esta “escenificación” de la narración quizá la otra particularidad más notable en Gómez Arcos sea la literatura total de sus textos, es decir, la falta de pudor para librar la escritura como un acto en sí, sin más. Característica especial en un momento en que la producción masiva de literatura tiende a poner de relieve el fenómeno de su desaparición paulatina –como una suerte de ecuación cuyo enunciado determinara que a más escritura corresponde menos literatura- evidencia que no puede ya sino continuar acrecentándose hasta la erradicación de uno de sus términos. Esta “inocencia” bien pudiera significar un principio de recuperación; la posibilidad de restauración de una noción perdida: el escritor que escribe, relacionada –por otro camino, sin duda- con ese transparente “placer del texto” de Barthes y abrigando, hasta la imposición por derecho de presencia, la legitimidad estética (en su sentido originario de “sentir”) inherente a esta verdadera fruición verbal.


Para delimitar con mayor aproximación esta experiencia intentaremos destacar someramente sus componentes principales, tomando estos elementos según el orden cronológico de aparición de sus novelas.


El cordero carnívoro o la historia de una familia de la burguesía española compuesta por la madre, el padre, el hijo mayor y el hijo menor.


“Tal experiencia, por definición, es transgresiva: no existe nada más escandaloso hoy en día, habiéndose convertido esta palabra en la más vacía de nuestra lengua, que esa desviación decidida, no “romántica” del amor. Bataille se dio cuenta de que había que buscar en lo sucesivo el sentido de esta palabra (que es quizá, como él mismo propuso, la amistad revelada por el pacto mortal en lo más profundo del azar y de la risa, esa amistad de más allá del bien y del mal y de toda significación) en la noche, el deslizamiento, la irregularidad, lo manchado. Pero lo esencial es ver que se trata en todos estos casos de una experiencia que aísla y destruye al sujeto fuera de toda salida, de toda sociedad posible, que es una experiencia desnuda del lenguaje que se expía, de su economía siempre desviada y oculta (y cuyos dos polos aquí son Eros y Tanatos: Eros que, como lo dice Freud “mantiene juntas todas las cosas vivas” y cuyo grito implica el “clamor mudo de su hermano gemelo”)”. (1).



La situación social española después de la guerra civil ha modificado profundamente la vida de la familia, obligándola a recluirse y abandonar progresivamente sus contactos con el exterior. Esa asfixia lenta desarrolla en la madre un germen de rebeldía que se transforma en un designio subversivo hacia todo lo que había representado anteriormente su axiología. El padre, por el contrario y como contrapeso se va diluyendo, borrando hasta la nebulosa y la desaparición. El núcleo de la novela es la relación amorosa de los dos hermanos hasta desembocar en su matrimonio formal, en una ceremonia que mima en la irrisión (y anula al mismo tiempo) el ritual convencional. Los hermanos prolongan la pasión de los padres en su edad juvenil. Linealmente hay tres parejas en torno de las cuales se desarrolla la trama: Carlos y Matilde (los padres), Clara (la mucama, elemento de oposición y complementario del personaje de Matilde) y su marido y los dos hermanos (el mayor: la continuación de Carlos y el menor de Matilde) y una relación subyacente que constituiría la pareja real: el narrador, el hijo menor y Matilde, la madre. En torno a estos seres se estructura una visión lúcida y poco complaciente del contexto social en que se mueven pero visión teñida del temperamento propio a esa sociedad. Algunos pasajes, de una rara intensidad, restituyen hechos que, más que históricos, parecieran legendarios, confiriéndoles una actualización que hace resaltar aún más su aspecto alucinador (como el peregrinaje de la madre, Matilde, con el cadáver de su marido Carlos a través del mundo –réplica de la aventura singular de Juana la Loca). Las técnicas de la evocación asumen tonalidades proustianas; las sábanas que huelen a membrillo, el olor particular del jabón para el baño, el olor que rodea, como un aura, a la mucama Clara –olor de lejía, olor de cocina, olor de limpieza y a este respecto debe señalarse que estos olores, profundamente terrestres, se oponen brutalmente a la asepsia esterilizadora que encarna la cuñada norteamericana: dos ideas de la civilización mucho más opuestas y distintas de lo que pudiera parecer a primera vista, aun cuando ambas pertenezcan a la aparente uniformidad occidental; una oposición que había advertido ya, y desarrollado ejemplarmente del “otro lado”, Djuna Barnes en su célebre El bosque de la noche al reflexionar sobre el papel del agua en las sociedades europea y americana. La relación amorosa de los dos hermanos puede parecer escandalosa ante una apreciación superficial. Escandalosa –en otro sentido que el atribuido hoy comúnmente, como observa Sollers- sí lo es, si “escándalo” recobra su primigenia etimología de “revelación”. Porque en esta dimensión exagerada, a la que se añade a la homosexualidad (primera transgresión)la índole incestuosa (segunda transgresión) agravada (¿comprendida? ¿impulsada?) por la “permisibilidad” de los padres (tercera transgresión) hay, desde luego, una intención más honda que un aparente y mero gusto de chocar al buen burgués. Es cierto que desde Sade –o mejor dicho desde la comprensión de Sade-todo discurso es susceptible de desvelar (o ser interpretado como) un intento de exposición inteligible de la pulsión erótica, noción que la economía que nos es propia condensa con suficiente justeza en el enunciado “texto-sexo” cuyas vastas, infinitas y sutiles ramificaciones alimentan buena parte de las investigaciones lingüísticas modernas. Y no es menos evidente aquí que la situación narrada por Gómez Arcos se instala por derecho propio en esta perspectiva con la clara conciencia de que toda tarea que se proponga como objetivo primordial el de socavar las fundaciones de lo que (a falta de mejor rótulo) llamamos la civilización occidental puede difícilmente equivocar el camino si el dominio elegido para esa acción disolvente es el erótico, en el que vienen a confluir finalmente, si no todos, la mayoría de los demás.



Es ésta la vía que Gómez Arcos ha transitado con desenvoltura: un tratado profundo de la subversión (y, al pasar, “inversión” tiene más que un parentesco estructural con subversión y reversión) cumplido con una lucidez minuciosa. El final mismo de la novela disimulado en un “happy end” de la mejor factura convencional es un estallido último con el más insolente postulado: la omisión pura y simple (no ya contestación de un orden que se recusa sino su desconocimiento absoluto) de todo cuanto pudiera, en la realidad establecida, coartar o volver imposible ese desenlace: exactamente la proposición –silogismo por el absurdo- contenida en el título: el cordero carnívoro.



María República continúa, de algún modo (por su tratamiento, por el absolutismo de sus personajes, por el extremismo sin concesiones de sus posiciones, por su lenguaje siempre “gozoso”) la línea de El cordero carnívoro, pero se ha simplificado aquí la trama hasta centrarla en las evoluciones del enfrentamiento entre María, prostituta anarquista y la superiora del convento, obviamente la representación del sector más reaccionario en el orden establecido. En esta oposición, que no es otra que la de la historia social misma, el punto de contacto y, hasta donde es posible, de comprensión entre las antagonistas está dado por la sífilis que aflige a ambas. Este estigma, nota de vergüenza en la superiora, en cuanto la despoja de la plena “legitimidad” inherente a su posición y la vuelve, por ende, vulnerable y, en el caso de la prostituta, un atributo ya casi natural y propio de su condición, tiene la misma fuerza niveladora entre ellas que la que cumplen, en la historia social, el amor y la muerte.



Su tercera novela Ana Non, es, formalmente, menos barroca. Tanto por el tema como por la técnica narrativa empleada es evidente una depuración, una decantación que prescinde de todo otro adorno, de todo juego verbal para ceñirse esencialmente al personaje y a su entrañable anécdota: una vieja campesina que recorre a pie España para ver, antes de morir, a su hijo preso desde la guerra civil y entregarle un pastel que ha confeccionado especialmente para él. Como se anticipó, en Ana Non la concepción dominante es plástica, eminentemente teatral. Toda la luz está concentrada en la silueta austera de la campesina y el personaje que la acompaña hasta el fin no es otro que su propia búsqueda. Ana Non es, desde esta perspectiva, un verdadero arquetipo en el que se amalgaman los temas predominantes de las letras hispanas, desde la tradición picaresca (el ciego que le enseña a leer, el encuentro con la perra, el episodio del circo) a la mística (el viaje iniciático, la idea de la muerte, la exigencia desmesurada de sí misma).



Como puede observarse en esta trilogía hay múltiples acentos comunes entre los cuales el de la visión anarquista es sin duda el más notorio. (Y dentro de este contexto es lícito destacar que las novelas de Gómez Arcos coinciden con un momento histórico significativo: aparecen en el instante mismo en que otra empresa profundamente española, por su obcecación ferviente, su voluntad de desconocimiento y rechazo de una realidad inaceptable la habían convertido en la encarnación misma de ese absurdo sublime propio al temperamento español: el gobierno republicano en el exilio. Su autodisolución, el hara-kiri que acaba de ejecutar habla todavía más claramente que todo su pasado pues traduce sin equívoco una concepción entera de la vida y la historia: por este gesto, de una soberbia magnífica, se reanuda una etapa sin intermedio; el “como decíamos ayer” de Luis de León que borra con una sonrisa confiada el insignificante episodio de 40 años de franquismo.



Agustín Gómez Arcos nos restituye un bien que, a fuerza de no haberse manifestado en toda su riqueza en estos últimos tiempos, se nos había vuelto distante: la particular visión del ser español profundo. Por la exigencia de circunstancias –las mismas que durante años obstaculizaron la difusión fecunda del carácter español- su testimonio nos llega escrito en una lengua que no es la que le corresponde y lo lamentamos vivamente, pero al mismo tiempo debemos recordar que lo esencial es la expresión y que aquello que sirve a vehiculizarla puede ser secundario y, por otra parte, y con una significación incontestablemente más honda y digna de retención, que su obra constituye un indicio palpable de una vitalidad que resurge y que nos confirma en nuestra razón de esperar.








(*)- Pecio: m. pedazo de la nave que ha naufragado o porción de lo que ella contiene. (VOX).



(**)- Este artículo se publicó en El Nacional (Papel literario) de Caracas, Venezuela, el 8 de enero de 1978.



(1) -Philippe Sollers – La escritura y la experiencia de los límites.



(NB)- L’agneau carnivore, María República, Ana Non: Ed. Stock, París- La lectura de estas novelas implica la curiosa experiencia de acceder en francés a un tema y una visión eminentemente españoles y este empleo de la lengua francesa, lejos de atenuarlo, no hace sino destacar más aún ese temperamento.


























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